Xu Zhigang, municipio de Tianjin
Antes estaba profundamente influenciado por los valores tradicionales chinos y convertí la compra de propiedades para mis hijos y nietos en mi objetivo vital. Para lograrlo, me dediqué a aprender reparación técnica automotriz. También abrí un taller mecánico y el negocio iba muy bien. Puesto que en aquella época de mi vida creía controlar mi destino, cuando mi cuñada me predicó el evangelio del Señor Jesús no solo me negué a aceptarlo, sino que, de hecho, me burlé de ella porque me parecía que podía vivir igual de bien sin creer en el Señor. No obstante, los buenos tiempos no duraron. El negocio del taller iba cada vez peor y por más que trabajaba no conseguía darle la vuelta a la situación. Acabé extenuado tratando de cambiarla y estaba agotado y triste, por lo que recurrí a beber alcohol todo el día para aliviar la ansiedad. A su vez, un día que no iba atento al volante acabé sufriendo un accidente. Mi vehículo quedó irreconocible, pero, afortunada y milagrosamente, sobreviví. Poco después, en la primavera de 1999, mi esposa me predicó el evangelio de Dios Todopoderoso de los últimos días. Llegué a entender algunas verdades gracias a la lectura de las palabras de Dios Todopoderoso y aprendí que había estado viviendo en tal estado de miseria y desamparo porque había aceptado los principios de vida con los que Satanás adoctrina a la gente. Quise depender de mi propio esfuerzo para crear un hogar feliz y el resultado fue que me tomaron tanto el pelo que me encontré sufriendo al límite y a punto de perder la vida. Fue Dios Todopoderoso quien me rescató al filo de la muerte y me llevó a Su casa, y yo le estaba sumamente agradecido por mostrarme Su misericordia. A partir de entonces leía la palabra de Dios todos los días, asistía a reuniones, hablaba con mis hermanos y hermanas y se me iluminaba el corazón. Lo disfrutaba, y me alegraba haber hallado la senda verdadera en la vida. Sin embargo, pronto me convertí en objetivo de detención del Gobierno del PCCh por creer en Dios y me vi obligado a dejar a mi familia y esconderme. En aquel entonces, aunque experimenté períodos de debilidad, creía que las palabras de Dios me guiarían allá donde me dirigiera y ante cualquier persecución de los demonios de Satanás. Más de diez años después, con la guía y la provisión de la palabra de Dios, poco a poco llegué a comprender algunas verdades y mi vida era muy plena. Posteriormente, en la época de mi detención y persecución, experimenté de forma aún más práctica que la palabra de Dios era mi fuerza en la vida, pues ella fue la que me mantuvo fuerte, cabal y sin miedo en medio de la tortura y el hostigamiento crueles de Satanás, de modo que al final pude humillarlo totalmente. Tras esta experiencia, valoraba todavía más la palabra de Dios y no podía alejarme de ella ni por un momento.
Un día de febrero de 2013 había salido a difundir el evangelio con varios hermanos y hermanas, pero de regreso nos paró un automóvil. De él salieron tres policías que nos pidieron que nos identificáramos, y cuando oyeron que mi acento no era de allí, me registraron por la fuerza sin tan siquiera darme un motivo. Me quitaron de los bolsillos una tarjeta del Banco Agrícola de China con más de 700 yuanes, más de 300 yuanes en efectivo, un teléfono celular, un reproductor MP5 e información sobre el evangelio. En el instante en que uno de los agentes supo que creía en Dios Todopoderoso, se volvió muy arisco, me esposó por la fuerza y me empujó al vehículo. En comisaría me mandaron ponerme contra la pared, donde un agente me preguntó secamente: “¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres? ¿Quién te predicó la fe en Dios?”. Cuando vio que no contestaba, inmediatamente montó en cólera, me arrancó el abrigo acolchado, me giró, me quitó el suéter desde atrás por encima de la cabeza y me dio brutalmente en la espalda con la porra. Cada pocos golpes me preguntaba: “¿Hablarás ahora?”. Tras golpearme reiteradamente quince veces, tenía lacerada la piel de la espalda y sentía la columna rota, con muchísimo dolor. No obstante, sin importar cómo me golpeara, me negué a hablar. Al final, balbuceando de rabia, me gritó: “¡Bueno, me rindo! ¡De darte así me duele la muñeca y sigues sin hablar!”. En el fondo yo sabía que Dios me estaba protegiendo. No habría soportado una paliza tan violenta yo solo. En silencio di gracias a Dios.
Viendo que la paliza no me había hecho efecto, cambiaron de táctica. Uno de los malvados policías trajo una vara de aproximadamente un metro de largo por seis centímetros de ancho, y con una mueca siniestra dijo: “¡Que ‘pruebe los placeres’ de arrodillarse aquí encima, a ver si habla!”. Había oído que tras 30 minutos de rodillas sobre una vara como esa, la persona no podía ponerse recta ni caminar. Ante este tipo de tortura tuve la impresión de que mi estatura espiritual era demasiado pequeña y mi carne no la soportaría. Tenía miedo, así que con todas mis fuerzas invoqué a Dios: “Dios mío, mi estatura es demasiado pequeña y temo no aguantar esta clase de tortura. Por favor, protege mi corazón y dame fuerza para soportar este tormento y no traicionarte”. Invoqué a Dios una y otra vez y Él sabía que mi carne era débil. Escuchó mi oración, pues al final aquellos malvados policías decidieron no emplear ese tipo de tortura. Los hechos que presencié demostraron la misericordia y protección de Dios hacia mí, lo que aumentó mi fe en Él y disminuyó mucho mi temor. Aunque decidieron no emplear ese método de tortura, aún no estaban dispuestos a soltarme. Por el contrario, se les ocurrió otro método de tortura. Me obligaron a arrodillarme en el suelo con la cintura recta y un corpulento agente de más de metro ochenta puso ambos pies sobre mis pantorrillas y las aplastó todo lo que pudo. En cuanto se me puso encima sentí un dolor agudo, y entonces oré a Dios con todas mis fuerzas: “Dios mío, no aguanto semejante tortura inhumana, pero deseo satisfacerte, así que te imploro fe, fuerza y voluntad para soportar el sufrimiento. Deseo mantenerme firme en mi testimonio de Ti”. Gracias a Dios por escuchar mi oración una vez más. Ese policía gordo no pudo mantener el equilibro sobre mis pantorrillas, por lo que al poco tiempo se bajó. El malvado policía que estaba a su lado montó en cólera y le dijo: “¡Tonto inútil! ¿Por qué lo sueltas tan pronto?”. Esos demonios eran verdaderamente depravados y ruines como nadie. Pensaron en todos los métodos posibles para torturarme y tenían ganas de matarme, como si únicamente mi muerte los fuera a dejar satisfechos. Me obligaron a permanecer recto de rodillas sin poder moverme. Más tarde, uno de los policías miró a los demás con intención y todos ellos se fueron, dejándome solo en la sala con ese policía vigilándome. Se me acercó y trató de congraciarse conmigo, sonriendo falsamente mientras decía: “Mi madre también cree en Dios. Cuéntame cómo llegaste a creer tú. Me gustaría creer en Dios contigo, así que llévame a conocer a tus superiores”. Oyendo sus mentiras y viendo su sonrisa falsa, de repente sentí un asco absoluto. Justo cuando estaba a punto de desenmascarar su truco, de repente recordé la palabra de Dios: “Debes tener Mi valentía dentro de ti […]. Pero por Mi bien, tampoco debes ceder a ninguna de las fuerzas oscuras. Confía en Mi sabiduría para caminar el camino perfecto; no permitas que las conspiraciones de Satanás se apoderen de ti” (‘Capítulo 10’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). Las palabras de Dios me guiaron a tiempo y me hicieron comprender que, más que valentía, necesito sabiduría en presencia de Satanás. En todo momento debemos confiar en que Dios nos conceda sabiduría para enfrentarnos a Satanás. Con el esclarecimiento y la guía de la palabra de Dios supe qué hacer, por lo que dije: “Si realmente quiere creer, solamente necesita leer la Palabra de Dios en casa. No necesita salir a ver a nadie”. En cuanto terminé de hablar entró el malvado policía que me pegó, y me dijo con malicia: “¡Eres un dolor de cabeza monumental para nuestro trabajo!”. Sabía que Satanás había fracasado y estaba humillado, lo que le agradecí en silencio a Dios. Comprobé que Dios siempre estaba conmigo guiándome, animándome y parando milagrosamente la violencia de la mano negra del diablo. ¡Cuánto me ama Dios! En ese momento, aunque estaba encerrado en una celda, noté que mi relación con Dios era más estrecha que nunca y me sentí muy apoyado y tranquilo. Me obligaron a estar de rodillas más de dos horas. Finalmente, después de la una de la madrugada y conscientes de que el interrogatorio no daba resultado, no pudieron sino marcharse desanimados.
A la mañana del segundo día, la policía me llevó a una delegación de la Oficina de Seguridad Pública. Cuando entré en la sala de interrogatorios, el comisario de la Policía Criminal me preguntó, furioso: “¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives? ¿Quién te introdujo en la fe en Dios? ¿Cuánto hace que crees en Dios? ¿Quiénes son tus contactos? ¡Cuéntamelo todo o te prometo que te arrepentirás!”. No obstante, daba igual lo que me preguntara: no le conté nada. Me interrogó todo el día con tácticas tanto duras como suaves, pero no me sacó nada y al final, enfurecido, gritó: “¿No vas a hablar? ¡Pues a ver si te gusta la vida en el centro de detención! ¡Si quieres las cosas difíciles, claro que podemos hacerlo así! Si no nos das las respuestas que queremos, ¡te mantendremos encerrado allí para siempre!”. Entonces me llevaron al centro de detención y me encerraron en la celda que albergaba el mayor número de acusados de delitos graves. Nada más entrar en la celda se me heló la sangre por la atmósfera sombría y aterradora del lugar. Las paredes tenían cuatro metros de altura, era oscura y húmeda, un ventanuco era lo único que dejaba entrar unos pocos rayos de sol y había un denso olor a rancio que volvía el aire casi irrespirable. Aquella minúscula estancia estaba repleta de delincuentes: asesinos, drogadictos y ladrones, todos acusados de delitos graves. Parecían salvajes y crueles y varios de ellos eran altos, musculosos, de gesto duro y feo y cuerpos tatuados con dragones, aves fénix, serpientes y demás. Algunos presos estaban delgados como el papel, como unos esqueletos vivientes, y me daban escalofríos solo de mirarlos. Había una jerarquía entre los detenidos y los creyentes en Dios Todopoderoso estaban abajo del todo sin el menor derecho. El botón de llamada de emergencia de la pared estaba destinado en un principio para que en situaciones de emergencia los presos llamaran al funcionario de prisiones, pero los creyentes en Dios Todopoderoso no tenían ningún derecho a “disfrutar” de su uso. Por inhumano que fuera el maltrato, jamás respondería nadie.
En mi primer día en la celda, el cabecilla de los presos se burló de mí al conocer mi situación, diciendo: “Ya que crees en Dios Todopoderoso, que te saque de aquí. Si tu Dios es tan bueno, ¿por qué permitió que acabaras en este lugar?”. El despreciable preso que estaba a su lado terció en la burla: “¿Quién crees que es mejor, nuestro cabecilla aquí o tu Dios?”. Me dio rabia oírlos despreciar e insultar a Dios. Quería discutir con ellos, pero estaba indefenso. Recordé que en Sermones y enseñanzas sobre la entrada a la vida se afirma que la esencia de los malhechores es la de los demonios, ¡y es absolutamente cierto! Aquellos demonios eran completamente irracionales ¡y merecían ser maldecidos! Como no respondí, el cabecilla de los presos montó en cólera y me abofeteó violentamente dos veces, para luego darme en la barbilla un fuerte puñetazo que me derrumbó. Tenía mucho miedo ante aquellos demonios y no pude evitar invocar a Dios: “¡Oh, Dios! Sabes que soy cobarde y débil y que siempre he temido a los matones y maleantes. Por favor, protégeme, dame fe y fuerza y no permitas que pierda mi testimonio en esta situación”. Esos demonios veían que no iba a hablar, por lo que pensaron en otra forma de torturarme. Se me acercó un delincuente que parecía un esqueleto y me empujó de espaldas contra la pared. Después mandó a otros dos presos que me sujetaran los hombros contra ella, tras lo cual me pellizcó las ingles lo más fuerte que pudo, primero la izquierda y luego la derecha, y con cada pellizco sentía una punzada indescriptiblemente dolorosa. A consecuencia de ello me salieron en las piernas unos grandes bultos que aún no han desaparecido a día de hoy. Acto seguido, me dio puñetazos en la cara exterior de los muslos. Inmediatamente después, me agaché en el suelo y me resultaba casi imposible volver a levantarme. Ni siquiera entonces dejaron de torturarme. Estábamos en pleno invierno y hacía mucho frío, pero esos demonios me mandaron quitarme la ropa y ponerme en cuclillas contra la pared bajo un grifo. Me echaron agua sin cesar y abrieron la ventana adrede, lo que me dio tanto frío que no podía dejar de temblar. Cuando uno de los prisioneros vio que apretaba los dientes para soportar la tortura, agarró un trozo de tabla de espuma y lo agitó a modo de abanico para que me viniera el aire frío, lo que al instante me hizo sentir como si se me hubiera congelado la sangre y no podía dejar de castañetear los dientes. No pude evitar orar en silencio a Dios: “¡Oh, Dios! Sé que Tus buenas intenciones están detrás de lo que me está pasando ahora, por lo que te ruego que me guíes para que entienda Tu voluntad, porque no puedo soportar en solitario la tortura de estos demonios. ¡Oh, Dios! Por favor, dame más fe y fuerza para que tenga la voluntad y la determinación de superar estas dificultades”. Tras mi oración recordé unas palabras de Dios: “‘Debido a esta leve aflicción, que sólo dura un instante, funciona para nosotros como la relevancia de la gloria cada vez más superior y eterna’. En el pasado, todos habéis oído esta sentencia, sin embargo, nadie comprendió su verdadero significado. Hoy en día, conocéis bien el verdadero significado que posee. Estas palabras reflejan lo que Dios logrará en los últimos días. Y serán cumplidas en aquellos cruelmente afligidos por el gran dragón rojo en la tierra donde este se encuentra. El gran dragón rojo persigue a Dios y es el enemigo de Dios, por lo que, en esta tierra, los que creen en Dios son sometidos a humillación y persecución. Es por ello que estas palabras se volverán ciertas en vuestro grupo de personas” (‘¿Es la obra de Dios tan sencilla como el hombre imagina?’ en “La Palabra manifestada en carne”). Meditando las palabras de Dios comprendí Su voluntad. El hecho de que entonces sufriera por creer en Dios era algo glorioso y un honor. Satanás me torturaba para que traicionara y negara a Dios porque yo no era capaz de aguantar el sufrimiento de la carne, así que de ningún modo podía someterme a Satanás. En ese momento, de pronto recordé que el malvado policía me había amenazado con la vida en el centro de detención, y de repente me di cuenta de que los presos me torturaban y maltrataban sin piedad ¡porque él se lo había ordenado! Fue entonces cuando tuve claro que estos hipócritas de la “Policía Popular” son en realidad sumamente siniestros y despreciables. Utilizaban a aquellos presos para que les hicieran el trabajo sucio. Son absolutamente ruines hasta la médula, ¡meros demonios que pueden cometer asesinatos sin tan siquiera tener que mancharse las manos de sangre! Satanás estaba probando todos los métodos posibles para que me sometiera a ellos, pero Dios ejerce Su sabiduría en función de las trampas de Satanás. Dios estaba utilizando ese ambiente para darme verdadera fe en Él, para dejarme ver nítidamente el horrible rostro y la malvada esencia de Satanás y, en consecuencia, despertar en mi corazón auténtico odio hacia ellos. Una vez que entendí la voluntad de Dios, se me iluminó el corazón y descubrí mi fuerza. No podía dejarme engañar por Satanás. Por más debilidad o dolor que sintiera en mis carnes, tenía que mantenerme firme en mi testimonio de Dios. Le estaba agradecido por darme la fuerza con la que vencer la tortura y el hostigamiento de esos demonios y con la que derrotar una vez más a Satanás.
En el centro de detención, nuestras comidas diarias consistían en col congelada hervida en agua, verduras en vinagre y un bollo baozi de maíz que no nos llenaban el estómago. De noche, el cabecilla de los presos y su séquito dormían en el camastro mientras los demás teníamos que dormir en el suelo. Cuando me eché en el suelo helado, viendo a los prisioneros que me rodeaban. Pensé en mis lamentables circunstancias e inmediatamente sentí que un escalofrío desolado se apoderaba de mi corazón. Me acordé de cuando estaba con mis hermanos y hermanas y cada día era feliz y gozoso. Sin embargo, ahora pasaba los días con aquellos delincuentes, tenía que soportar su acoso y sus insultos, y era indescriptible y terriblemente desgraciado… Me presenté ante Dios y le oré: “¡Oh, Dios! No sé cuánto más tendré que vivir así ni cómo sobrevivir a los días por venir. Ahora mi carne es débil y ya no quiero enfrentarme a esta situación. ¡Oh, Dios! Por favor, dame tesón para soportar el sufrimiento y guíame en la comprensión de Tu voluntad para que pueda satisfacerte en esta situación”. Tras mi oración recordé claramente unas palabras de Dios: “Muchas son las noches insomnes que Dios ha soportado por el bien de la obra de la humanidad. Desde lo más alto hasta las más bajas profundidades, Él ha descendido al infierno viviente en el que el hombre mora para pasar Sus días con él, nunca se ha quejado de la mezquindad que hay entre los hombres, nunca le ha reprochado a este su desobediencia, sino que ha soportado la mayor humillación mientras lleva personalmente a cabo Su obra. […] Por el bien de toda la humanidad, y para que toda ella pueda hallar descanso pronto, Él ha soportado la humillación, y sufrido la injusticia para venir a la tierra, y entró personalmente en el ‘infierno’ y el ‘Hades’, en el foso del tigre, para salvar al hombre. ¿De qué forma está el hombre cualificado para oponerse a Dios? ¿Qué razón tiene para, una vez más, quejarse de Dios? ¿Cómo puede tener el descaro de volver a mirar a Dios? El Dios del cielo ha venido a esta, la más sucia de las tierras de vicio, y nunca ha desahogado Sus agravios ni se ha quejado del hombre, sino que acepta en silencio los estragos[1] y la opresión del hombre. Nunca ha devuelto el golpe ante las exigencias poco razonables del hombre, nunca le ha hecho requerimientos excesivos ni irrazonables. Simplemente realiza toda la obra que requiere el hombre sin queja alguna: enseñar, iluminar, reprochar, el refinamiento de las palabras, recordar, exhortar, consolar, juzgar y revelar” (‘Obra y entrada (9)’ en “La Palabra manifestada en carne”). Medité las palabras de Dios, recordé el sufrimiento que ha padecido por la humanidad las dos veces que se ha encarnado en el mundo y, sin querer, se me llenaron los ojos de lágrimas. El Señor Jesús fue crucificado y con Su propia vida redimió a la humanidad, corrompida por Satanás. En la actualidad, Dios Todopoderoso se ha encarnado de nuevo y ha venido a China, la nación más opuesta a Dios, donde arriesga la vida para pronunciar Sus palabras y salvarnos. ¿Quién podría conocer las dificultades y el sufrimiento que Él ha padecido por ello? ¿Quién sabría valorarlo? Mientras tanto, yo, parte de la humanidad corrupta, me sentía insoportablemente desgraciado y solamente quería escapar de mi situación tras apenas unos días con esos delincuentes. Dios, santo y justo, lleva décadas con nosotros en este mundo malvado y perdido. ¿No ha sufrido mucho más Él? Además, yo sufría para librarme de la corrupción y alcanzar la verdadera salvación. Sin embargo, Dios es inocente y no de este mundo, ni de este infierno en la tierra, pero por puro amor por la humanidad vino a las profundidades de la guarida del gran dragón rojo, dispuesto a sacrificar Su vida para salvar a la humanidad. ¡El amor de Dios es verdaderamente fabuloso! Si amara mínimamente a Dios, no debería percibir mis circunstancias como insufribles ni estar demasiado afligido. Ante el amor de Dios solo sentía arrepentimiento y vergüenza y, al meditar sobre el mismo, noté una oleada de calidez en mi corazón. Dios es realmente grande ¡y qué profundo y verdadero es Su amor por la humanidad! De no haber experimentado personalmente aquellas circunstancias, no conocería la benevolencia y hermosura de Dios. Aunque pasar por ellas me destrozó el cuerpo, fue sumamente beneficioso para mi vida. Mientras lo pensaba, mi corazón se llenó de gratitud hacia Dios y hallé la determinación para mantenerme firme en mi testimonio de Dios a pesar del dolor extremo.
En el centro de detención, el cabecilla de los presos me solía hablar de todos los medios que empleaban los funcionarios de prisiones para torturar a los “delincuentes” que creen en Dios: les clavan en los dedos unas tachuelas que les duelen lo indecible; llenan una botella con agua hirviendo, los obligan a meter un dedo y, cuando se les quema la piel, les hacen sacar el dedo y les frotan las ampollas con pimienta roja… Escuchando la descripción de estas espeluznantes torturas, ardía de ira y mi odio por el Gobierno del PCCh, ese régimen satánico, no hacía sino intensificarse. El Gobierno se describe a sí mismo de todas las maneras positivas posibles mientras comete toda clase de vilezas. Declara la “libertad de credo”, que “toda persona goza de los derechos e intereses legítimos de la ciudadanía” y que “los presos reciben un trato familiar”, mientras maltrata y tortura clandestinamente al pueblo sin respeto por la vida humana y sin considerar a las personas como seres humanos. Para quien cree en Dios, entrar en ese mundo es lo mismo que entrar en el infierno, un lugar donde se le torturará y degradará y nunca podrá saber si saldrá de ahí con vida. Pensar en ello me aterrorizaba, pues temía que emplearan esas torturas conmigo. Cada vez que oía a los funcionarios de prisiones abrir el ventanuco de la puerta metálica, se me salía el corazón por la boca por miedo a que me sacaran a rastras para torturarme. Me pasaba los días abrumado por el miedo y sintiéndome inexorablemente acorralado. En mi desdicha, lo único que podía hacer era orar en silencio a Dios: “¡Oh, Dios! Mi corazón ya está debilitado y me siento muy cobarde, pero deseo satisfacerte, por lo que te imploro fe y fuerza. ¡Deseo ampararme en Ti para vencer la tentación de Satanás!”. Después de orar recibí la guía de la palabra de Dios: “No temas, el Todopoderoso Dios de los ejércitos seguramente estará contigo; Él guarda vuestras espaldas y es vuestro escudo” (‘Capítulo 26’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). “Cuando las personas están preparadas para sacrificar su vida, todo se vuelve insignificante y nadie puede conseguir lo mejor de ellas. ¿Qué podría ser más importante que la vida? Así pues, Satanás se vuelve incapaz de hacer nada más en las personas, no hay nada que pueda hacer con el hombre” (‘Capítulo 36’ de Interpretaciones de los misterios de las palabras de Dios al universo entero en “La Palabra manifestada en carne”). La palabra de Dios me aportó un consuelo y un aliento formidables. “Sí”, pensé, “el Dios en que creo es el Señor de la creación, que creó los cielos, la tierra y todas las cosas en ellos, soberano de todas las cosas y en control de todo y de todos. Es más, ¿no están la vida y la muerte de cada persona en las manos de Dios? Sin permiso de Dios, Satanás, el diablo, no se atrevería a hacerme nada. ¿Acaso no me he pasado todo el día en un estado de cobardía y terror porque, sencillamente, tengo miedo a la muerte y al sufrimiento físico? Satanás estaba utilizando esta debilidad para atacarme, para que sucumbiera a él y traicionara a Dios. Esta es la trampa de Satanás para destrozar a las personas. Sin embargo, si estoy dispuesto a renunciar a mi vida, ¿de verdad habría algo que no pudiera soportar?”. Recordé la experiencia de Job: cuando Satanás hizo su apuesta con Dios, Job sufrió en su carne; no obstante, sin el permiso de Dios, fuera cual fuera su manera de torturarlo, Satanás no pudo quitarle la vida. Ahora quería seguir el ejemplo de Job y tener verdadera fe en Dios porque, aunque los demonios torturaran mi cuerpo hasta matarlo, mi alma estaba en las manos de Dios. Sin importar cómo me torturaran y hostigaran esos demonios, jamás me rendiría a su tiránico atropello. ¡Juré que nunca me convertiría en un judas! Estoy agradecido por haber encontrado a tiempo la guía de la palabra de Dios, que me apartó de la esclavitud y las limitaciones de la muerte y no permitió que cayera en la trama de Satanás. Gracias a la protección de Dios no padecí esas modalidades de tortura, con lo que de nuevo percibí el amor y la misericordia de Dios hacia mí.
Días después, aquel malvado policía regresó para interrogarme con la esperanza de sacarme información de los líderes de la iglesia, pero como no le respondí, se embraveció totalmente. Me miró fijamente mientras me agarraba la barbilla y me inclinaba la cabeza para ambos lados y, apretando los dientes, me dijo: “¿Pero hay algo humano en ti? Pues adelante, ¡cree en Dios! Colgaré una foto tuya en Internet, me inventaré algunas historias sobre ti y haré que todos los que creen en Dios Todopoderoso piensen que traicionaste a Dios y a tus hermanos y hermanas. Nadie te volverá a hablar. Después te llevaré a un lugar que nadie conozca, cavaré un hoyo, te enterraré vivo y nunca se sabrá”. Con rabia, ese diablo me explicó sus desvergonzados trucos y planes clandestinos, que también eran la manera típica de la policía de manipular a la gente: incriminar, difamar, acusar de falsos delitos y asesinar. No muestran absolutamente ningún respeto por la vida de la gente, ¡y a saber cuántos actos inhumanos y despiadados han cometido clandestinamente! Aquella vez oí sus gritos de amenaza con tranquilidad y no tuve el menor miedo, pues Dios era mi firme apoyo. Dios estaba conmigo, así que no había nada que temer. Cuanto más se enfurece Satanás, más manifiesta su perversidad e impotencia; cuanto más persigue a los creyentes, más exhibe su esencia malvada y reaccionaria de enemigo de Dios, de inmoralidad y de oposición contra el cielo y la naturaleza; cuanto más daño hace a los creyentes en Dios, más me inspira a creer en Dios y seguirlo hasta el final: quiero dedicar mi vida a Dios ¡y renunciar a Satanás de una vez por todas! Como afirma la palabra de Dios: “El hombre lleva mucho tiempo reuniendo todas sus fuerzas; ha dedicado todos sus esfuerzos, ha pagado todo precio por esto, para arrancarle la cara odiosa a este demonio y permitir a las personas, que han sido cegadas y han soportado todo tipo de sufrimiento y dificultad, que se levanten de su dolor y le vuelvan la espalda a este viejo diablo maligno” (‘Obra y entrada (8)’ en “La Palabra manifestada en carne”). En ese momento me hervía la sangre de rabia y, en silencio, juré que por mucho tiempo que tuviera que permanecer allí y fueran cuales fueran las torturas a las que me sometieran aquellos demonios, jamás traicionaría a Dios. El policía vio que no iba a responder y acabó devolviéndome a la celda. Y así, gracias a la guía de la palabra de Dios, superé los reiterados intentos de esos demonios de sacarme una confesión y sus torturas. Nunca revelé ningún dato de la iglesia y, tras más de 50 días en el centro de detención, la policía se vio obligada a liberarme sin cargos.
Con la experiencia de mi detención me quedó clara la esencia demoníaca del Gobierno del PCCh. Lucha contra el cielo y se enemista con Dios. Se niega a adorar a Dios y, además, emplea todos los medios posibles para engañar y controlar al pueblo con tal de que no crea en Dios ni lo adore. Procura que el pueblo se aparte Dios y se oponga a Él para que se acabe hundiendo en el infierno con el propio régimen. ¡Qué despreciable, ruin y malvado es! Y, sobre todo, esta experiencia me dio un conocimiento real de la maravilla y la sabiduría de Dios y de la autoridad y el poder de Su palabra. En un país así, en el que a Dios se le considera un enemigo acérrimo, los creyentes en Dios son molestos para el gobierno ateo. Sin embargo, este es totalmente incapaz de cohibir a quienes verdaderamente creen en Dios. Haga lo que haga para oprimirnos, encarcelarnos y castigar nuestra carne, no puede ahuyentar nuestro deseo de ir hacia la luz y buscar la verdad ni puede hacer tambalear nuestro propósito de creer en Dios y seguirlo. Fui detenido y conocí personalmente la crueldad salvaje de estos demonios. Satanás deseaba inútilmente hacerme sucumbir a su régimen despótico con su detención y sus vejaciones, pero, a cada paso, la palabra de Dios me guiaba y daba la sabiduría, la fe y la fuerza que me mantuvieron fuerte en medio del cruel hostigamiento de Satanás. Con mi experiencia real vi los maravillosos actos de Dios, mi fe en Él aumentó enormemente y alcancé un entendimiento más práctico de Su palabra. Supe que la palabra de Dios es la verdad, la fuerza y la fuente de la vida de las personas. Con la guía de la palabra de Dios no tengo nada que temer y, por muchos obstáculos y dificultades que afronte de ahora en adelante, ¡deseo seguir a Dios hasta el final!
Nota al pie:
1. “Estragos” se usa para exponer la desobediencia de la humanidad.
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