Testimonio de fe | El tiempo de la tortura brutal
Por Chen Hui, China
Crecí en una familia normal en China. Mi padre era militar y, como me había moldeado e influido desde temprana edad, llegué a creer que la vocación y el deber de un soldado eran servir a la patria, obedecer órdenes y actuar desinteresadamente en nombre del Partido Comunista y el pueblo. Yo también decidí hacerme soldado y seguir los pasos de mi padre. Sin embargo, conforme pasó el tiempo y ocurrieron ciertos acontecimientos, el curso de mi vida y la orientación de mis objetivos variaron paulatinamente. En 1983 conocí el evangelio del Señor Jesús. La guía especial del Espíritu Santo hizo que alguien como yo, intoxicada por el ateísmo y la ideología comunista china desde temprana edad, se sintiera hondamente conmovida por el amor del Señor Jesús. Tras conocer el evangelio, emprendí una vida de fe en Dios: empecé a ir a la iglesia, a orar y a cantar himnos de alabanza al Señor. Esta nueva vida me aportó gran serenidad y paz. En 1999 acepté el evangelio de los últimos días del Señor Jesús retornado, Dios Todopoderoso. Por medio de la lectura incesante de la palabra de Dios y de las reuniones y la comunicación con mis hermanos y hermanas, llegué a comprender muchas verdades y conocí la urgente intención de Dios de salvar a la humanidad. Sentí que Dios nos había concedido a cada uno de nosotros una vocación y una responsabilidad enormes, por lo que me dediqué con entusiasmo a trabajar en la difusión del evangelio.
Sin embargo, la cruel persecución del Gobierno del PCCh destrozó mi vida serena y feliz. En agosto de 2002 viajé al noroeste con mi esposo para difundir el evangelio a algunos de nuestros colaboradores en Cristo. Una noche, mientras estaba reunida con un hermano y una hermana que acababan de aceptar la obra de Dios en los últimos días, de repente oí un fuerte estruendo y vi que derribaban la puerta violentamente y seis o siete policías de aspecto diabólico entraban a toda prisa porra en mano. Uno de los policías me señaló y dijo con un siniestro gruñido: “¡Espósenla!”. Dos policías nos ordenaron quedarnos quietos junto a la pared mientras ellos se ponían a hurgar en las cajas y los cajones de la casa como un grupo de ladrones al asalto. Registraron minuciosamente todo lo que sospechaban que podía servir para esconder cosas y en poco tiempo habían puesto toda la casa patas arriba. Al final, uno de los policías encontró un folleto del evangelio y un libro de la palabra de Dios en el bolso de mi hermana y me lanzó una mirada feroz, gritando: “Maldita sea, ¿quieres que te matemos? Has venido aquí a difundir tu evangelio. ¿De dónde ha salido esto?”. Como no le respondí, vociferó: “¿No vas a hablar, eh? Nosotros te abriremos la boca. ¡En marcha! ¡Ya hablarás cuando lleguemos adonde te llevamos!”. En eso que me sacó a rastras de la casa y me metió en el coche de policía. En aquel momento me di cuenta de que no solo habían enviado a seis o siete policías, sino que la carretera estaba flanqueada a ambos lados por muchos policías especiales armados. Cuando vi cuántos efectivos habían desplegado para detenernos, me asusté mucho y, sin pensarlo, me puse a orar a Dios para pedirle guía y protección. Al poco rato recordé un pasaje de la palabra de Dios: “Sabes que todas las cosas del entorno que te rodea están ahí porque Yo lo permito, todo planeado por Mí. Ve con claridad y satisface Mi corazón en el entorno que te he dado. No temas, el Dios Todopoderoso de los ejércitos seguramente estará contigo; Él guarda vuestras espaldas y es vuestro escudo” (‘Capítulo 26’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). “¡Así es!”, pensé. “Dios es mi sostén; en cualquier situación en que me encuentre, Dios, Soberano y Creador de todas las cosas, siempre está a mi lado. Él me guiará para superar cualquier situación que pueda afrontar, pues Él es fiel y es Él quien gobierna y orquesta todas las cosas”. Pensando en estas cosas recuperé la serenidad.
A eso de las diez de la noche me llevaron a la Brigada de Policía Criminal. Me sacaron una foto y luego me llevaron a una sala de interrogatorios. Para mi sorpresa, ahí ya había cuatro o cinco matones con pinta de brutos, que me miraron fijamente cuando llegué. Nada más entrar en la sala, me rodearon como una manada de lobos hambrientos que parecieran estar persiguiendo a su presa. Estaba sumamente nerviosa y oré desesperadamente a Dios. Al principio, estos matones de la policía no me pusieron la mano encima; solamente me mandaron quedarme de pie tres o cuatro horas. Estuve de pie tanto tiempo que las piernas y los pies comenzaron a dolerme y a entumecerse y sentí un profundo cansancio en todo el cuerpo. Sobre la una o las dos de la mañana, el jefe de la Brigada de Policía Criminal vino a interrogarme. No podía evitar temblar de los nervios. Me miró fijamente y comenzó a interrogarme, diciendo: “¡Habla! ¿De dónde eres? ¿Quién es tu contacto aquí? ¿Quién es tu superior? ¿Dónde se han estado reuniendo? ¿Cuánta gente trabaja a tus órdenes?”. Como yo no hablaba, estalló de furia, agarrándome del pelo y lanzándome puñetazos y patadas. Una vez que me había dejado exhausta, siguió dándome patadas aún más fuertes. Enseguida me empezaron a zumbar los oídos, con lo que no oía nada, y parecía que me iba a estallar la cabeza del dolor punzante. No podía evitar gritar de dolor. Tras algunos momentos más de forcejeo, yacía en el suelo sin poder moverme. El jefe me agarró de nuevo del pelo y me arrastró hasta ponerme de pie, momento en que cuatro o cinco de esos brutos matones se arremolinaron a mi alrededor y se pusieron a darme patadas y puñetazos; caí al suelo cubriéndome la cabeza con las manos, rodando y agitándome violentamente de dolor. Esos matones de la policía no se reprimían: cada patada y cada puñetazo tenían una fuerza letal. Mientras me golpeaban, gritaban: “¿Vas a hablar o no? ¡Atrévete a no hablar! ¡Habla o te matamos!”. Cuando el jefe vio que seguía sin confesar, me dio con saña una patada en el tobillo. Cada patada era como si me hubieran metido un clavo en los huesos, insoportablemente dolorosa. Después siguieron dándome patadas hasta que sentí que me habían machacado todos los huesos del cuerpo, y los violentos espasmos que me destrozaban por dentro me causaban tanto dolor que apenas podía respirar. Estaba en el suelo, jadeando y llorando de pura agonía. Para mis adentros invoqué a Dios, diciendo: “¡Dios mío! No puedo seguir. Por favor, protégeme, pues temo no sobrevivir a esta noche. Querido Dios, dame fuerza…”. No sé cuánto tiempo duró la tortura. Estaba muy mareada y tenía un dolor tan insoportable que parecía que me hubieran desmembrado. El dolor era tan intenso que, de hecho, me entumeció todo el cuerpo. Uno de los matones de la policía dijo: “Parece que aún no has tenido suficiente. ¡Oh, claro que confesarás!”. Mientras hablaba, agarró lo que parecía un martillo eléctrico y me dio con él en la frente. Sentí cada golpe hasta el tuétano y, cada vez que me golpeaba, se me entumecía todo el cuerpo y luego me quedaba inerte sin parar de temblar. Cuando el matón de la policía vio lo mucho que estaba sufriendo, pareció contento con su trabajo y se puso a reír en voz alta. En pleno sufrimiento, un pasaje de la palabra de Dios me dio guía y esclarecimiento: “Debes sufrir adversidades por la verdad, debes entregarte a la verdad, debes soportar humillación por la verdad y, para obtener más de la verdad, debes padecer más sufrimiento. Esto es lo que debes hacer” (‘Las experiencias de Pedro: su conocimiento del castigo y del juicio’ en “La Palabra manifestada en carne”). La palabra de Dios me aportó una fuerza increíble y repetí mentalmente el pasaje una y otra vez. Pensé: “No puedo sucumbir a Satanás y decepcionar a Dios. Con tal de recibir la verdad, prometo soportar cualquier sufrimiento y, aunque me suponga la muerte, valdrá la pena y no habré vivido en vano”. Esa banda de demonios me interrogó toda la noche hasta la mañana siguiente, pero teniendo la palabra de Dios para animarme, ¡pude resistir su tortura! Al final habían agotado todas las estrategias que se les habían ocurrido e, impotentes, dijeron: “Pareces un ama de casa común y corriente sin ningún talento en particular, así que ¿cómo es que tu Dios te dio una fuerza tan tremenda?”. Sabía que no era yo ante quien esos matones de la policía estaban ablandándose, sino que se estaban rindiendo a la autoridad y el poder de Dios. Personalmente fui testigo de que la palabra de Dios es la verdad, de que puede infundir en la gente una fuerza inmensa y de que, practicando de acuerdo con ella, se puede vencer el temor a la muerte y doblegar a Satanás. A consecuencia de todo esto, mi fe en Dios se fortaleció más todavía.
Sobre las siete de la mañana del segundo día, el jefe vino a interrogarme de nuevo. Cuando vio que todavía no estaba dispuesta a hablar, trató de engañarme con otro truco astuto. Un policía de civil medio calvo entró, me ayudó a levantarme y me acompañó a un sofá. Me estiró la ropa, me dio una palmadita en el hombro y, fingiendo preocupación, dijo con una sonrisa alegre: “Mírate, no tiene sentido sufrir así. Tan solo habla con nosotros y luego podrás irte a casa. ¿Por qué quedarse aquí y soportar todo este tormento? Tus hijos te esperan en casa. ¿Sabes cuánto me duele verte sufrir así?”. Escuchando todas sus mentiras y mirando aquella odiosa cara de sinvergüenza, rechiné los dientes con ira y pensé: “Eres un demonio que suelta todo tipo de mentiras para engañarme. No pienses ni por un minuto que voy a traicionar a Dios. ¡Ni sueñes con que diga una sola palabra sobre la iglesia!”. En vista de que me mantenía firme, el policía me miró fijamente con lascivia y comenzó a manosearme. Automáticamente me alejé de él, pero aquel granuja me sujetó con una mano para que no pudiera moverme y luego me agarró el pecho con la otra. Grité de dolor y sentí un inmenso odio por ese hombre; estaba tan enfadada que me temblaba todo el cuerpo y se me caían las lágrimas. Le lancé una mirada furiosa y, al verla, me soltó. Gracias a esta experiencia personal presencié verdaderamente la naturaleza malvada, reaccionaria y cruel del Gobierno del PCCh. Vi cómo la “Policía Popular” al servicio del PCCh no era en realidad sino unos sinvergüenzas matones de mala muerte, despreciables ¡y sin conciencia alguna! Como no había tomado ni gota de agua en 24 horas, mi cuerpo estaba peligrosamente extenuado y agotado y no estaba muy segura de poder seguir adelante. De pronto me atacó un sentimiento de profunda desdicha y desesperanza. En ese momento me acordé de un himno de la iglesia: “Con fuerte voluntad me levanto ante el rugido del mal. En el duro camino, mi corazón se hace fuerte y firme. La luz verdadera me guía y yo la seguiré. La humanidad es tan cruel, no hay espacio para Dios. Con un corazón leal seguiré a Dios. Satanás me persigue, no hay lugar al que llamar hogar. Servir a Dios es la ley del cielo y un principio de la tierra. Satanás me oprime, mi furia no tiene límites. Sus engaños son violentos y despreciables. Nunca me rendiré ante Satanás ni viviré sin valor. Padeceré todo el dolor y sobreviviré a la oscura noche. Daré testimonio en la victoria total, consolaré al corazón de Dios y me ganaré Su alabanza. Con mi corazón que ama a Dios, emitiré luz y calor, fiel hasta el final, dando testimonio para glorificar a Dios. No importa cuánto me refine Dios, daré testimonio y lo complaceré” (‘Alzarse en la oscuridad y la opresión’ en “Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). Este himno armonioso y contundente fue una gran motivación para mí: esos demonios perseguían así a los creyentes en Dios porque odian a Dios. Su cobarde y malvado objetivo es impedir que creamos en Dios y lo sigamos y, por tanto, alterar y destruir la obra de Dios y echar a perder la oportunidad de la humanidad para salvarse. En ese momento clave de esta batalla espiritual, no podía rendirme y permitirme ser el hazmerreír de Satanás. Cuanto más me atormentaba Satanás, con mayor nitidez veía su rostro demoníaco y más quería rechazarlo y estar del lado de Dios. Creo que Dios vencerá y que Satanás está condenado a caer derrotado. No podía ceder y deseaba ampararme en Dios y dar un testimonio fuerte y rotundo de Él.
Cuando la policía se dio cuenta de que no me sacaría ninguna información valiosa, dejó de interrogarme y aquella tarde me trasladó a un centro de detención. A esas alturas me habían golpeado hasta dejarme irreconocible: tenía la cara hinchada, no podía abrir los ojos y tenía los labios llagados. Los del centro de detención me echaron un vistazo y, al comprobar que casi me habían matado a golpes, no quisieron ninguna responsabilidad por lo que había pasado y se negaron a admitirme. Sin embargo, tras algunas negociaciones, finalmente me dejaron entrar a eso de las siete de la tarde y me escoltaron a una celda.
Aquella noche comí por primera vez desde mi detención: un bollo baozi duro, quemado y áspero que costaba masticar y tragar, y un cuenco de sopa con verduras marchitas, gusanos muertos flotando dentro y una capa de suciedad en el fondo del cuenco. Nada de eso me impidió devorar aquella comida lo más rápido que pude. Como era creyente, en los días posteriores el funcionario de prisiones incitó muchas veces a las otras reclusas a convertir mi vida en un infierno. En una ocasión, la cabecilla de las presas de la celda ordenó a sus subordinadas que me agarraran del pelo y me golpearan la cabeza contra la pared. Me golpearon la cabeza con tal fuerza que me mareé y no veía bien. Además, por la noche no me dejaron dormir en la cama, por lo que tuve que dormir en el frío suelo de hormigón junto al inodoro. Por si fuera poco, los guardias de la cárcel me hicieron recitar las normas del centro de detención y, si las recitaba mal o se me olvidaban, me azotaban con un cinturón de cuero. Enfrentada a esta tortura y humillación inhumanas y casi constantes, me debilité y pensé que sería mejor morir que sufrir como un animal enjaulado día tras día. En muchas ocasiones, justo cuando estaba a punto de golpearme la cabeza contra una pared para acabar con todo, las palabras de Dios me guiaba, diciendo: “Por lo tanto, durante estos últimos días debéis dar testimonio de Dios. No importa qué tan grande sea vuestro sufrimiento, debéis caminar hasta el final e, incluso hasta vuestro último suspiro, debéis seguir siendo fieles a Dios y estar a merced de Él; solo esto es amar verdaderamente a Dios y solo esto es el testimonio sólido y rotundo” (‘Solo al experimentar pruebas dolorosas puedes conocer la hermosura de Dios’ en “La Palabra manifestada en carne”). Las palabras de Dios me animaban y conmovían mi corazón. Al meditarlas se me saltaban las lágrimas de los ojos. Recordaba cómo, al ser vilmente golpeada por los matones de la policía, el amor de Dios había cuidado de mí todo el tiempo, Él me había guiado con Sus palabras, me había dado fe y fuerza y me había permitido sobrevivir tozudamente a aquella horrible tortura. Tras los abusos y el acoso de la cabecilla de las presas de la celda y las torturas de las otras reclusas, hasta el punto de que estuve al borde de un ataque de nervios y pensé en acabar con mi vida, las palabras de Dios de nuevo me dieron la fe y el valor para volver a levantarme. Si Dios no hubiera estado a mi lado velando por mí, aquellas viles arpías me habrían hostigado hasta la muerte mucho tiempo atrás. En vista del amor y la misericordia sublimes de Dios, ya no podía resistir pasivamente y apenar Su corazón. Tenía que mantenerme firme con Dios y devolverle Su amor con lealtad. De modo inesperado, una vez que puse remedio a mi estado de ánimo, Dios hizo que otra reclusa se levantara a protestar por mí, ella y la cabecilla se pusieron a discutir. Al final cedió la cabecilla de las presas y me permitió dormir en la cama. Gracias a Dios. De no haber sido por la misericordia de Dios, dormir mucho tiempo en el húmedo y frío suelo de cemento me habría matado o dejado paralítica, dada mi constitución débil. Así logré sobrevivir dos agotadores meses en el centro de detención. Durante ese tiempo, los matones de la policía me interrogaron dos veces más con la misma estrategia de poli bueno y poli malo. Sin embargo, con la protección de Dios descubrí la astuta trama de Satanás y frustré su perverso plan. En definitiva, sencillamente se quedaron sin estrategias y, tras todos sus interrogatorios fallidos, acabaron condenándome a tres años de cárcel y me enviaron a la Segunda Cárcel de Mujeres a cumplir sentencia.
Desde el primer día que llegué a la cárcel me forzaron a realizar un trabajo físico agotador. Tenía que trabajar más de diez horas al día y tejer un suéter, hacer treinta o cuarenta prendas de vestir o empaquetar diez mil pares de palillos todos los días. Si no era capaz de realizar estas tareas, me prorrogarían la pena de prisión. Como si el trabajo físico extremo no fuera lo suficientemente agotador, por la noche nos obligaban a participar en una especie de lavado de cerebro político destinado a quebrantarnos el espíritu, en el que nos hacían estudiar las normas de la cárcel, la ley, el marxismo-leninismo y el pensamiento de Mao Zedong. Cada vez que escuchaba a los funcionarios de prisiones exponer sus disparates ateos, sentía repugnancia y puro odio por sus despreciables y desvergonzados métodos. Durante todo el tiempo que estuve en la cárcel, no tuve ni una sola noche de sueño profundo; a menudo, en mitad de la noche, nos sobresaltaban en pleno sueño los silbatos de los guardias de la cárcel. Nos hacían levantarnos y estar en el pasillo sin motivo aparente o nos asignaban tareas como cargar patatas, maíz y alimentos. Cada saco pesaba más de 50 kilos. En las noches de invierno teníamos que lidiar con el rugido del viento aterrador. Nos arrastrábamos y cojeábamos todo el camino, primero un pie y luego otro, y a veces incluso nos desplomábamos bajo el peso de la carga. Extenuada, solía regresar a rastras a la celda a las dos o las tres de la mañana, exhausta y con los ojos llorosos. En noches así, una mezcla de fatiga, frío y rabia me impedía volver a quedarme dormida. Cada vez que pensaba que todavía tenía que soportar tres largos años de cárcel, caía aún más en la desesperación y todo mi cuerpo se paralizaba de agotamiento. Dios era muy consciente de mi sufrimiento y, en mis momentos más bajos, me guio para que recordara este pasaje de Sus palabras: “No te desanimes, no seas débil; y Yo te aclararé las cosas. El camino que lleva al reino no es tan fácil. ¡Nada es tan simple! Queréis que las bendiciones vengan a vosotros fácilmente, ¿no es así? Hoy, todos tendréis que enfrentar pruebas amargas. Sin esas pruebas, el corazón amoroso que tenéis por Mí no se hará más fuerte ni sentiréis verdadero amor hacia Mí. Aun si estas pruebas consisten únicamente en circunstancias menores, todos deben pasar por ellas; es solo que la dificultad de las pruebas variará de una persona a otra” (‘Capítulo 41’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). Las palabras de Dios fueron de gran consuelo para mi corazón agraviado y sufrido y me permitieron entender Su voluntad. La situación en la que me encontraba entonces era una auténtica prueba. Dios quería ver si permanecería leal a Él en medio de tanto sufrimiento y si lo amaba de verdad. Aunque tres años en la cárcel era mucho tiempo, con la palabra de Dios para guiarme y Su amor para apoyarme, sabía que no estaba sola. Me ampararía en Dios para soportar todo el dolor y el sufrimiento y vencer a Satanás. No podía permitirme volverme cobarde.
La oscuridad y maldad del Gobierno del PCCh se evidenciaban en cada aspecto de esta cárcel que tutelaba, pero el amor de Dios siempre estaba conmigo. Una vez, un guardia de la cárcel me mandó cargar un saco de palillos hasta la quinta planta. Como las escaleras estaban cubiertas de hielo, tenía que caminar muy despacio por el peso del saco. No obstante, el guardia seguía diciéndome que me diera prisa y, temiendo una grave paliza si no realizaba la tarea, me puse nerviosa y me resbalé por precipitarme, así que me caí por las escaleras y me partí el talón. Yacía en el suelo sin poder mover la pierna y con un sudor frío por el dolor agudo de la fractura. Sin embargo, el guardia no mostró el menor interés. Me dijo que fingía y me mandó que me levantara y siguiera trabajando, pero era físicamente incapaz de estar de pie. Una hermana de la iglesia que cumplía condena en esa misma cárcel vio lo que había pasado e inmediatamente me llevó a la enfermería. Allí, el médico que me atendió se limitó a vendarme el pie y a darme unas pocas pastillas de algún medicamento barato y me mandó por donde había venido. Temiéndose que yo no pudiera cumplir con el trabajo asignado, el guardia de la cárcel se negó a autorizarme un tratamiento, por lo que tuve que continuar trabajando con el pie roto. En todo trabajo que hiciéramos me ayudaba esta hermana. Puesto que el amor de Dios había unido nuestros corazones, cada vez que tenía oportunidad, la hermana me hablaba de la palabra de Dios para animarme. Ese fue un inmenso consuelo para mí en mis momentos más bajos y difíciles. En aquella época, no sé cuántas veces estuve tan dolorida y débil que apenas podía levantarme y tener energía para respirar, y muchas veces me escondía bajo la colcha orando a Dios con lágrimas en los ojos, pero estos dos himnos siempre me daban aliento y alivio: “Dios predestinó desde tiempos inmemoriales que pudieras aceptar el juicio, el castigo, los golpes y el refinamiento de Sus palabras y, además, que pudieras aceptar Sus comisiones y por eso no te debes afligir demasiado cuando eres castigado. Nadie os puede quitar la obra que se ha hecho en vosotros y las bendiciones que se os han otorgado y nadie os puede quitar todo lo que se os ha dado. Los religiosos no admiten comparación con vosotros. No poseéis una gran experiencia de la Biblia, ni contáis con teoría religiosa, pero como Dios ha obrado dentro de vosotros, habéis ganado más que cualquiera a lo largo de las eras y, por lo tanto, esta es vuestra mayor bendición” (‘No puedes defraudar la voluntad de Dios’ en “Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). “El camino al cielo tiene subidas y bajadas. Yo lloro, torturado, entre la vida y la muerte. Sin la protección de Dios, nadie habría sobrevivido. Nos hizo nacer en los últimos días; qué suerte es seguir a Cristo. Dios se empequeñeció para ser un hombre, tan humillado. ¿Cómo puedo ser un hombre si no amo a Dios? […] Amo a Dios y no me arrepentiré de seguirlo y testificar de Él. Aunque soy negativo y débil, aun llorando amo a Dios. Sufro y le doy mi amor, nunca lo aflijo. Las pruebas me templan como el oro en el fuego. Se templó mi corazón como el oro; debo dárselo. Aunque el camino al cielo es duro y está lleno de lágrimas, yo amaré a Dios por siempre sin arrepentimiento” (‘Canto al amor a Dios sin arrepentimiento’ en “Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). Las palabras y el amor de Dios me salvaron de las profundidades de la desesperanza y una y otra vez me dieron el valor para seguir viviendo. En ese frío y oscuro infierno en la tierra experimenté la calidez y la protección del amor de Dios y decidí continuar viviendo para poder devolverle Su amor. Por mucho que sufriera, tenía que seguir adelante; aunque sólo me quedara un suspiro, tenía que permanecer leal a Dios. Durante mis tres años de cárcel me conmovía en lo más hondo que mi hermana me diera algunas páginas manuscritas de la palabra de Dios. Poder leer la palabra de Dios en una prisión de máxima seguridad dirigida por demonios era, en verdad, una evidencia del amor y la misericordia inmensos que Dios me demostraba. Estas palabras de Dios fueron las que me animaron y guiaron para que pudiera sobrellevar aquella época de lo más penosa.
En septiembre de 2005 concluyó mi condena y por fin pude dejar atrás los oscuros días de prisión. Al salir de la cárcel, respiré hondo y le di gracias a Dios desde el fondo de mi corazón por Su amor y protección, que me habían permitido sobrevivir a la condena. Por haber vivido personalmente la detención y persecución del Gobierno del PCCh, ahora sé lo que es justo y lo que es malévolo, lo que es bueno y lo que es malo, lo que es positivo y lo que es negativo. Sé qué debo abandonar lo todo para buscar y qué debo rechazar con odio y maldiciones. Con esta experiencia llegué a saber de verdad que la palabra de Dios es la vida de Dios y que está investida de poderes sobrenaturales que pueden ser la motivación de la vida del hombre. Siempre que el hombre viva según la palabra de Dios, será capaz de derrotar a todas las fuerzas de Satanás y prevalecer hasta en las circunstancias más adversas. ¡Gracias a Dios!
Para conocer más: ¿Qué es la fe en Dios?
Fuente: Iglesia de Dios Todopoderoso
No hay comentarios:
Publicar un comentario