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¿Qué es la Fe? ¿Cómo podemos desarrollar la verdadera Fe?

¿Qué es la fe? Muchos hermanos y hermanas en el Señor, creen que mientras reconozcamos el nombre de Dios, sigamos leyendo la Biblia, reuniéndonos y orando, y sobre todo, mientras seamos capaces de sacrificarlo todo y trabajar duro, serán creyentes que tengan fe en Dios. De hecho, la verdadera fe significa que cuando nuestra mente y nuestro cuerpo padecen grandes sufrimientos durante una adversidad, aun así no malinterpretamos a Dios ni nos quejamos de Él, sino que le obedecemos y seguimos creyendo en Él y le seguimos.

Dice la Biblia que cuando Abraham tenía 100 años, Jehová Dios le concedió un hijo: Isaac. Cuando Isaac hubo crecido, Dios le pidió a Abraham que lo devolviera. Aunque Abraham estaba muy apenado, estuvo dispuesto a soportar aquel gran dolor y devolverle Isaac a Dios, obedeciendo así lo que Dios había dispuesto, sin poner condiciones. Cuando Abraham alzó el cuchillo para sacrificar a su hijo, Dios vio su verdadero corazón y lo detuvo a tiempo. Y le preparó un holocausto que presentar a Dios. Después de aquello, las siguientes generaciones llamaron a Abraham el padre de la fe.

Job es otro ejemplo. Fue tentado por Satanás. Unos bandidos le robaron su ganado, asesinaron a sus sirvientes, la calamidad cayó sobre sus hijos, unas llagas malignas cubrieron todo su cuerpo y su mujer se reía de él y le pedía que renunciase a Dios. Cuando Job tuvo que enfrentarse a todas estas repentinas desgracias, soportó tanto el dolor físico como el psíquico. Y sin embargo, no se quejó por lo que Jehová Dios le había sacado, sino que dijo: “... Jehová dió, y Jehová quitó: sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1:21). Soportó los duros y dió rotundos testimonios de Dios, lo cual avergonzó y derrotó a Satanás. Al ver Dios la fe que Job tenía en Él, lo bendijo doblemente, concediéndole más ganado, ovejas y hermosos hijos. Job murió dichoso, con muchos días a su espalda. Tanto Abraham como Job son modelos de fe, y vale la pena que todos nosotros, los creyentes del Señor, los imitamos.

Aprendemos de los testimonios de Abraham y Job que cuando Dios los bendijo, creyeron que todo lo que el hombre tiene, se lo debe a las bendiciones de Dios, de modo que le dieron las gracias y lo adoraron. Cuando las pruebas de Dios cayeron sobre ellos, aunque no lo entendían y sentían un gran dolor en sus interiores, siguieron obedeciendo a Dios y no se quejaron. Sólo esto es la verdadera fe en Dios, y también es el corazón sincero entregado a Dios. Tal como dicen las palabras de Dios: “¿A qué se refiere la fe? La fe es la creencia genuina y el corazón sincero que los humanos deberían poseer cuando no pueden ver ni tocar algo, cuando la obra de Dios no está en línea con las nociones humanas, cuando está más allá del alcance humano. Esta es la fe de la que hablo. Las personas necesitan fe durante los momentos de dificultad y de refinamiento, y junto a la fe viene el refinamiento. Esto es inextricable”.

Pero entonces, ¿cómo podemos desarrollar la verdadera fe en Dios? Tenemos que experimentar en la práctica y apreciar la obra de Dios en nuestra vida cotidiana. Cuando somos capaces de ver la soberanía de Dios, Sus orquestaciones y lo que dispone para nosotros y Su autoridad y Sus hechos, y cuando a través de ellas logramos un entendimiento genuino de Dios, entonces no importa que la obra de Dios no encaje con nuestras nociones, seguiremos siendo capaces de mantener nuestra fe en Él. Al igual que hizo Job: sólo había oído hablar de Dios, nunca había visto a Dios. Sin embargo, supo conocer la soberanía de Dios y ver la justicia de Dios en todas las cosas. Por ejemplo: la fortuna y el infortunio del hombre, cuánto dinero uno poseería y cuántos hijos uno tendría – sabía que todo ello caía bajo la soberanía de Dios, por mucho que el hombre lo planease o calculase. Vio quiénes eran malvados y por lo tanto castigados por Dios, quiénes tenían un gran corazón y por lo tanto recibían la gracia y la bendición de Dios. Como Job experimentó la soberanía de Dios y Su justicia en su vida, supo entender a Dios y desarrolló una verdadera fe en Él, sin pedirle nada, y pensó que lo que tenía que hacer era aceptar y obedecer los designios de Dios. Cuando las tentaciones de Satanás recayeron sobre él, a pesar de encontrarse en una situación miserable, supo ver que todas las cosas de las que había disfrutado, habían venido de Dios y no a través de su propio trabajo duro, y que si Dios quería quitárselas, no debería quejarse de ello o malinterpretar a Dios, sino obedecerle. Y fue así que Job dio un testimonio rotundo de Dios ante Satanás y que Dios lo aceptó.

Por lo tanto, si queremos desarrollar la verdadera fe en Dios tal como hicieron Abraham y Job, debemos experimentar la obra de Dios en nuestra vida cotidiana. Sólo cuando hayamos experimentado la guía, el apoyo, la ayuda, el castigo y la disciplina de Dios, y hayamos entendido que lo que Dios hace en nosotros es todo Su amor y nuestra salvación, obtendremos un verdadero entendimiento de Él, apreciaremos Su omnipotencia y Su sabiduría y, lo que es más, sabremos que Su carácter justo es inviolable por el hombre. Cuando llegue ese momento, tendremos un corazón reverente de Dios y por lo tanto desarrollaremos la verdadera fe en Dios.

(Traducido del original en inglés al español por Eva Trillo)

Para conocer más: ¿Qué es la fe en Dios?

La persona humilde está bendecida por Dios

El Señor Jesús dijo: “Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3). A juzgar por esto, sólo los pobres en espíritu pueden entrar en el reino de los cielos ¿Entonces qué significa ser pobre en espíritu? ¿Qué manifiestan?

Un día, vi tales palabras en el libro de Job: “En todo esto Job no pecó ni culpó a Dios” (Job 1:22). A través de esto podemos ver que, al enfrentarse a algo, Job temía a Dios, y no dijo nada insensatamente ni comentó sobre las acciones de Dios. Él sabía del dominio de Dios sobre todo lo que es. Sin importar lo que le aconteciera, Job no pecaba con sus labios, en su lugar, se sometía a la soberanía y los planes de Dios. Cuando toda la propiedad de Job fue arrebatada por ladrones, e incluso sus hijos murieron en la catástrofe, en lugar de quejarse al respecto, se inclinó, le rezó a Dios y obedeció Su dominio y Sus planes. Aún cuando todo su cuerpo estaba cubierto llagas, y aunado a eso, su esposa le advirtió que sus amigos le juzgaban a sus espaldas, Job no se quejaba y seguía alabando el nombre de Dios. El motivo por el cual Job consiguió la aprobación de Dios fue que él aceptó y se sometió a todas las cosas, y no hizo comentario ciego alguno sobre ellas. Pero la actitud de sus tres amigos hacia sus pruebas fue: Emitieron juicios sobre Job debido a sus propias concepciones y cometieron pecados con sus labios, como resultado ofendieron a Dios, lo que estimuló Su ira. La razón por la cual Dios se molestó con ellos fue el hecho de que emitieran juicio insensatamente sobre todo lo que Dios le hizo a Job, en lugar de rezar y buscar la voluntad de Dios. Sin embargo, cuando Job se encontró con todo esto, no pecó con sus labios ni hizo comentarios ciegos sobre la obra de Dios. En su lugar, sólo rezó y buscó la voluntad de Dios, diciendo: “¡Vive Dios, que ha quitado mi derecho, y el Todopoderoso, que ha amargado mi alma! Porque mientras haya vida en mí, y el aliento de Dios esté en mis narices, mis labios, ciertamente, no hablarán injusticia, ni mi lengua proferirá engaño” (Job 27:2-4). He aprendido lo que es humildad de la experiencia de Job. Es decir, como creyente, cuando lidiamos con la obra de Dios y nos enfrentamos a algo que no coincide con nuestra noción, no podemos pecar con nuestros labios; en su lugar deberíamos obedecer, buscar, y esperar, y no podemos definir la obra de Dios por nuestras propias nociones e imaginación, o inclusive juzgar lo que pueda o no hacer Dios. Dado que los pensamientos de Dios son más elevados que los pensamientos del hombre y Su obra no puede ser comprendido por nosotros.

En la Biblia existe una profecía: “Por tanto, el Señor mismo os dará una señal: He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (Isaías 7:14). En la Era de la Ley, Dios les hizo una promesa a los Israelitas: Cuando Él venga, Su nombre será Emmanuel. Sin embargo, tomó el nombre de Jesús cuando vino, lo que fue distinto a lo que dictaba literalmente la profecía de la Biblia. Así que, la gente no reconoció que el Señor Jesús era Cristo y, los Fariseos negaron al Señor Jesús debido al dictamen literal de la profecía de la Biblia. Además, juzgaron y condenaron al Señor Jesús por sus concepciones e imaginación, carentes del corazón de buscar la voluntad de Dios con humildad. Siempre que la obra y la palabra del Señor Jesús no coincidió con sus ideas, se opusieron y las condenaron, tratando de manejarlo a Él. Como dice la Biblia: “Y los escribas que habían descendido de Jerusalén decían: Tiene a Beelzebú; y: Expulsa los demonios por el príncipe de los demonios” (Marcos 3:22). “Entonces salieron los fariseos y comenzaron a discutir con El, buscando de El una señal del cielo para ponerle a prueba” (Marcos 8:11). “Y le enviaron algunos de los fariseos y de los herodianos para sorprenderle en alguna palabra” (Marcos 12:13). Muchos otros versos como este mostraron que los Fariseos no rezaron, buscaron, ni examinaron la obra de Dios con humildad cuando lidiaban con la obra y los sermones del Señor Jesús, en su lugar, juzgaron y condenaron al Señor Jesús de acuerdo con sus nociones e imaginación. Al final, se encontraron con la ira y el castigo de Dios. Al contrario, Pedro y otros discípulos aceptaron y se sometieron a la obra del Señor Jesús con humildad. En lugar de juzgarlo y condenarlo de acuerdo con sus concepciones e imaginación, escucharon seriamente los sermones del Señor y buscaron el conocimiento de Dios, por ello, entendieron que la obra y la palabra del Señor Jesús iba más allá de la habilidad humana. Por ejemplo: Una palabra del Señor Jesús podría hacer que el viento y el mar cesaran la tempestad, y hacer que los muertos resucitaran, y con cinco hogazas de pan y dos peces, Él alimentó a 5.000 personas. En esto vieron que el poder y autoridad del Señor Jesús provenían de Dios, así que decidieron seguirlo. Al final, consiguieron Su salvación. Cuando El Señor Jesús le preguntó a Pedro quién era Él, Pedro respondió: “Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16). Y Jesús le dijo a Pedro, “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra, será atado en los cielos; y lo que desates en la tierra, será desatado en los cielos” (Mateo 16: 17-19). Pedro buscó la verdad y la voluntad de Dios en todas las cosas. Practicó la verdad con un corazón de amar a Dios para satisfacerlo a Él. Al final, consiguió la bendición de Dios y Él le dio la llave del reino de los cielos. De los ejemplos anteriores, me he dado cuenta de que si queremos entrar en el reino de los cielos, debemos ser temerosos de Dios y buscar con humildad la verdad en todas las cosas. Adicionalmente, no podemos juzgar insensatamente y condenar la obra de Dios bajo nuestras nociones e imaginación, en su lugar deberíamos rezar y buscar la voluntad de Dios bajo nuestra condición de criatura. Sólo así podremos obtener la orientación, iluminación, gracia, y bendición de Dios.

De los fracasos de los tres amigos de Job y de los Fariseos de antaño, me he dado cuenta de que al lidiar con la obra de Dios, no podemos juzgarlo y condenarlo según nuestras concepciones e imaginación. Sólo si buscamos la verdad con un corazón humilde, como Pedro y Job, haciendo a un lado nuestras concepciones e imaginación para buscar la obra de Dios con humildad, podremos obtener la orientación e iluminación de Dios y seguir Sus pasos. En la actualidad, finalmente han llegado los últimos días. Es precisamente el momento para que el Señor vuelva a aparecer para trabajar, así que deberíamos buscar la obra del Espíritu Santo con humildad: Ya que ahí donde se encuentre la voz de Dios, yace la aparición y la obra de Dios, justo como es dicho varias veces en el libro de Apocalipsis: “‘El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.[...]’”. Las palabras de Dios dicen: “[...] ya que estamos buscando las huellas de Dios, debemos buscar la voluntad de Dios, las palabras de Dios, las declaraciones de Dios, porque donde están las nuevas palabras de Dios, ahí está la voz de Dios, y donde están las huellas de Dios, ahí están los hechos de Dios. Donde está la expresión de Dios, ahí está la aparición de Dios, y donde está la aparición de Dios, ahí existe la verdad, el camino y la vida. Mientras buscabais las huellas de Dios, ignorasteis las palabras que dicen que ‘Dios es la verdad, el camino y la vida’. […] Si queréis presenciar la aparición de Dios, si queréis seguir las huellas de Dios, entonces debéis primero trascender vuestras propias nociones. No debes demandar que Dios haga esto o aquello; mucho menos debes colocarlo dentro de tus propios confines y limitarlo a tus propias nociones. En cambio, debéis preguntar cómo debéis buscar las huellas de Dios, cómo debéis aceptar la aparición de Dios, y cómo os debéis someter a la nueva obra de Dios; eso es lo que el hombre debe hace”. Los corderos de Dios pueden oír Su voz, y si queremos ganarnos la salvación de Dios y entrar en el reino de los cielos, primero, debemos hacer a un lado nuestras nociones e imaginación. Además, deberíamos oír la voz de Dios con humildad, sólo de esta forma podemos seguir los pasos de Dios, acudir al festín la boda del Cordero y conseguir la salvación de Dios.

(Traducido del original en inglés al español por WebTeachers)


Las escrituras tomadas de LA BIBLIA DE LAS AMERICAS® (LBLA) Copyright © 1986, 1995, 1997 por The Lockman Foundation usado con permiso. www.LBLA.com.

Necesidad de tener confianza en la adversidad.

En 2021, la intensificación de los desastres hace que la vida de muchas personas se vuelva más difícil que nunca. Amigos míos, ¿están débiles y carecen de fe para pasarlo? Les recomiendo unas experiencias en tribulaciones con ustedes para que tengan una idea de salir de su situación actual.

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Recomendación: Cómo tener fe en Dios

Enseñanza bíblica: ¿Qué podemos aprender a través de la historia de Abraham?


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Enseñanza bíblica: ¿Qué podemos aprender a través de la historia de Abraham? 

Por Xiaoguo

La Biblia cuenta la historia de Abraham. Cuando Abraham tenía cien años, Dios le dio un hijo, Isaac. Sin embargo, cuando Isaac creció, Dios le ordenó a Abraham que lo ofreciera como sacrificio. Sin embargo, cuando Abraham colocó a su único hijo en el altar de Dios y levantó su cuchillo listo para matar al niño, Dios lo detuvo. De hecho, Dios no sólo impidió que Abraham sacrificara a Isaac, sino que también le colmó de grandes bendiciones e hizo de sus descendientes una gran nación.

Cada vez que leía esta historia, siempre sentía una sincera admiración por Abraham, porque sentía que tenía una gran fe en Dios. Fue capaz de someterse al plan de Dios y ofrecer como sacrificio a su único hijo, al que quería mucho. Con ello demostró ser digno del título de “padre de la fe”. Sin embargo, lo que no entendía era esto: ¿Por qué Dios le dio a Abraham un hijo cuando tenía cien años, y luego le ordenó que sacrificara a su hijo? ¿Cuál era, en definitiva, la intención de Dios?

Durante mucho tiempo, no lo entendí. Fue hace poco, cuando leí un texto en Internet: “La obra de Dios, el carácter de Dios y Dios mismo II” que comprendí que la obra de Dios con Abraham tiene un profundo significado y también está impregnada de la intención de Dios. Ahora me propongo dejar constancia por escrito de la percepción que he recibido.

1. Ninguna persona o cosa puede influir en la decisión de Dios de hacer algo

En la Biblia, el libro del Génesis capítulo 17, versículos 15-17 dice: “Entonces Dios dijo a Abraham: A Sarai, tu mujer, no la llamarás Sarai, sino que Sara será su nombre. Y la bendeciré, y de cierto te daré un hijo por medio de ella. La bendeciré y será madre de naciones; reyes de pueblos vendrán de ella. Entonces Abraham se postró sobre su rostro y se rió, y dijo en su corazón: ¿A un hombre de cien años le nacerá un hijo? ¿Y Sara, que tiene noventa años, concebirá?”.

El capítulo 17, versículo 21 dice: “Pero mi pacto lo estableceré con Isaac, el cual Sara te dará a luz por este tiempo el año que viene”.

El capítulo 21, versículos 2-3 dice: “Y Sara concibió y dio a luz un hijo a Abraham en su vejez, en el tiempo señalado que Dios le había dicho. Y Abraham le puso el nombre de Isaac al hijo que le nació, que le dio a luz Sara”.

Cuando Dios le dijo a Abraham que le daría un hijo, Abraham no le creyó, pensando que él y su esposa Sara ya habían superado la edad fértil y no podían tener un hijo. Entonces, para su sorpresa, en el segundo año, Sara realmente dio a luz a un hijo. Cada vez que leo esos versículos de la Escritura, siempre pienso: Si hubiera sido yo, habría reaccionado igual que Abraham.

La obra de Dios, el carácter de Dios y Dios mismo II” lo explica así: “Lo que el hombre hace o piensa, lo que entiende, sus planes, nada de esto tiene relación con Dios. Todo tiene lugar según Su plan, de acuerdo con los tiempos y las etapas que ha establecido. Ese es el principio de la obra de Dios. Él no interfiere en lo que el hombre piensa o sabe, pero tampoco renuncia a Su plan ni abandona Su obra, porque el hombre no cree ni entiende. Los hechos se cumplen, por tanto, según el plan y los pensamientos divinos. Esto es precisamente lo que vemos en la Biblia: Dios hizo que Isaac naciese en el momento que Él había decidido. ¿Demuestran los hechos que el comportamiento y la conducta del hombre obstaculizaran la obra de Dios? ¡En absoluto! ¿Afectaron a Su obra la poca fe del hombre en Él, y sus nociones e imaginaciones sobre Él? ¡No, no lo hicieron! ¡Ni en lo más mínimo! El plan de gestión de Dios no se ve afectado por ningún hombre, asunto, o entorno. Todo lo que Él decide hacer se completará y cumplirá en Su tiempo, y según Su plan, y ningún hombre puede interferir en Su obra. En ocasiones, Dios no presta atención a ciertas insensateces e ignorancia del hombre, e incluso ignora algo de su resistencia y de sus nociones con respecto a Él; y aun así lleva a cabo la obra que debe hacer. Este es el carácter de Dios, un reflejo de Su omnipotencia”.

Después de leer este pasaje, lo entendí: Los humanos no conocemos la omnipotencia y la soberanía de Dios; nuestra fe en Dios es insuficiente. Por eso, cuando las palabras de Dios o la obra de Dios no se ajustan a nuestras ideas, o exceden nuestra capacidad de aceptación, entonces nuestras actitudes se vuelven sospechosas, y pensamos que Dios no podría realizar lo que se propone. Sin embargo, Dios es todopoderoso: lo que se propone realizar no está sujeto a la influencia de ninguna persona o cosa, y ciertamente nunca podría ser obstaculizado por ningún poder que exista. Fue entonces cuando vi que la omnipotencia y la sabiduría de Dios son verdaderamente milagrosas, verdaderamente insondables. La obra de Dios excede la imaginación humana; no tenemos absolutamente ninguna manera de comprenderla.

2. Dios atesora y ama la sinceridad de las personas; Dios bendice a los que escuchan Sus palabras y le obedecen

La Biblia dice: “Y Dios dijo: Toma ahora a tu hijo, tu único, a quien amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” (Genesis 22:2).

“Llegaron al lugar que Dios le había dicho y Abraham edificó allí el altar, arregló la leña, ató a su hijo Isaac y lo puso en el altar sobre la leña. Entonces Abraham extendió su mano y tomó el cuchillo para sacrificar a su hijo” (Génesis 22:9-10).

Juro por Mí mismo —dijo Jehová— que porque has hecho esto, y no has retenido a tu hijo, tu único hijo, te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tu simiente tendrá las puertas de sus enemigos; y en tu simiente serán bendecidas todas las naciones de la tierra, porque has obedecido Mi voz” (Génesis 22:16-18).*

De estos pasajes bíblicos podemos ver que cuando Jehová Dios le ordenó a Abraham que ofreciera a su hijo como holocausto, Abraham obedeció Su mandato con total docilidad. Sin embargo, al final Dios no le pidió a Abraham que matara a Isaac en absoluto. En cambio, Dios prometió que haría de los descendientes de Abraham una gran nación. En el pasado, no había entendido: ¿Por qué Dios le pidió a Abraham que sacrificara a Isaac, para luego detenerlo cuando levantó el cuchillo para matar a su hijo? Además, ¿por qué Dios le prodigó entonces bendiciones a Abraham?

Estas dos secciones del texto: “La obra de Dios, el carácter de Dios y Dios mismo II” dicen esto: “Cuando Abraham extendió su mano y tomó el cuchillo para sacrificar a su hijo, ¿vio Dios sus acciones? Sí; las vio. Todo el proceso —desde el principio, cuando Dios le pidió a Abraham que sacrificara a Isaac, hasta el momento en que el hombre alzó el cuchillo para matar a su hijo— le mostró a Dios el corazón de Abraham, e independientemente de su insensatez, su ignorancia y su malinterpretación anteriores de Dios, en aquel momento su corazón era sincero, honesto; de verdad le iba a devolver a Isaac a Dios, ese hijo que Él le había dado. Dios vio obediencia en él, esa misma obediencia que Él deseaba”.

Para el hombre, Dios hace muchas cosas incomprensibles e incluso increíbles. Cuando Dios desea orquestar a alguien, con frecuencia esta orquestación está en desacuerdo con las nociones del hombre y le resulta incomprensible. Sin embargo, esta disonancia e incomprensibilidad son precisamente la prueba y el examen de Dios para el ser humano. Entretanto, Abraham pudo demostrar su obediencia a Dios, que era la condición más fundamental de su capacidad de satisfacer Su requisito. […] En el momento en que Abraham levantó su cuchillo para matar a Isaac, ¿lo detuvo Dios? Dios no permitió que Abraham sacrificase a Isaac, sencillamente porque no tenía intención de tomar su vida. Así pues, detuvo a Abraham justo a tiempo. Para Dios, la obediencia de Abraham ya había pasado la prueba; lo que hizo fue suficiente, y Él ya había visto el resultado de lo que pretendía hacer. ¿Fue este resultado satisfactorio para Dios? Puede decirse que lo fue, que fue lo que Dios quería, y lo que anhelaba ver. ¿Es esto cierto? Aunque, en diferentes contextos, Dios usa diferentes formas de probar a cada persona; en Abraham comprobó lo que quería ver: que su corazón era sincero, y su obediencia incondicional. Este ‘incondicional’ era precisamente lo que Dios deseaba”.

Después de contemplar estos dos párrafos, lo entendí: Lo que Dios quería desde el principio era que la gente fuera sincera con Él. Dios le ordenó a Abraham que sacrificara a Isaac, ciertamente no porque quisiera que Abraham matara a su hijo, sino más bien porque quería usar esta orden para probar a Abraham, para ver si Abraham realmente confiaría en Dios y lo obedecería. El hijo de Abraham, Isaac, le fue entregado cuando tenía cien años, por lo que podemos imaginar cuánto lo quería. Incluso podríamos decir que Abraham consideraba la vida de Isaac más importante que la suya propia. Sin embargo, cuando Dios le ordenó a Abraham que sacrificara a Isaac, éste no se quejó de Dios, ni le pidió que le explicara sus razones, a pesar de que su corazón estaba dolorido. Abraham sabía que Isaac era un regalo de Dios. Si Dios ahora quería que hiciera un sacrificio, Abraham sabía que debía obedecer. Así, sin dudarlo, Abraham llevó a Isaac al lugar donde se hacían los holocaustos. Levantó su cuchillo dispuesto a devolver a Isaac a Dios. Sin embargo, Dios pudo ver ahora la sinceridad y la obediencia de Abraham, así que en ese momento lo detuvo, le dio sus bendiciones y le prometió que sus descendientes llegarían a ser una gran nación. Vi en la bendición y la promesa de Dios a Abraham el deleite que Dios siente cuando la gente es sincera hacia Él. Se deleita cuando la gente se presenta ante Él sin condiciones, y le adora y obedece sin exigir nada a cambio.

3. Lograr la inspiración desde la historia de Abraham

Al ver cómo Abraham recibió un hijo a los cien años, comprendí realmente algo de la omnipotencia y la soberanía de Dios; entendí que cuando Dios ha decidido hacer algo, ninguna persona o cosa puede desviarlo o impedirlo. Al mismo tiempo, también identifiqué algunas formas para poner en práctica: Incluso cuando las palabras o la obra de Dios no encajan con nuestras ideas, o cuando no las entendemos o no podemos aceptarlas, aun así, no debemos acercarnos a las palabras o la obra de Dios en términos de nuestros propios conceptos y pensamientos. Por el contrario, debemos mantener una reverencia a Dios en nuestros corazones y buscar conocer Su intención, aceptando la obra de Dios y sometiéndonos a Sus orquestaciones y disposiciones. Ese es el tipo de racionalidad que debemos tener como humanos.

Al ver cómo Dios ordenó a Abraham que sacrificara a Isaac, comprendí también la buena intención de Dios al poner dificultades ante nosotros y someternos a pruebas. Mirando desde fuera, estas dificultades y pruebas nos causan dolor físico. Sin embargo, es con estas dificultades y pruebas que Dios pone a prueba si somos sinceros hacia Él, transforma las impurezas en la forma en que creemos en Él en nuestros corazones, y nos permite someternos verdaderamente a las orquestaciones y arreglos de Dios y dar testimonio de Él. Así podemos presentarnos ante Dios y reflexionar seriamente sobre nosotros mismos. Siempre hemos seguido a Dios, pero ¿qué tipo de actitud hemos mantenido hacia Él? En nuestras vidas, ¿cuál ha sido nuestra actitud cuando hemos pasado por sus pruebas?

Cuando pienso en mí y en los hermanos y hermanas que me rodean, cuando nuestra vida familiar es tranquila y nuestro trabajo va bien, a menudo cantamos himnos en alabanza a Dios, le oramos y le damos gracias y salimos a predicar la salvación de nuestro Señor Jesús. Pero cuando el trabajo no va bien, y nuestra vida familiar no es pacífica, culpamos a Dios por no cuidarnos y protegernos. Cuando nos enfrentamos a la enfermedad, oramos a Dios y, al pasar el tiempo sin señales de recuperación, entonces perdemos la fe en Él. Ni siquiera nos apetece leer las escrituras o hacer oraciones.... De esto podemos ver que cuando enfrentamos dificultades, no aceptamos y obedecemos a Dios como lo hizo Abraham. Más bien, nos quejamos de Dios y tratamos de razonar con Él. Simplemente no hay comparación entre nosotros y Abraham. Cuando Abraham pasó por su prueba, obedeció voluntariamente a Dios y no se quejó. Y lo que buscó así no era para lograr bendiciones y recompensas de Dios; todo lo que quería era satisfacer a Dios. Pero nosotros no: cuando tenemos fe en Dios, es porque queremos recibir las bendiciones y la gracia de Dios. Cuando enfrentamos alguna prueba o dificultad, no acudimos a Dios con verdadera reverencia u obediencia. Nuestra fe en Dios está muy desordenada. Incluso cuando renunciamos a cosas que son importantes para nosotros y hacemos compromisos difíciles por el bien de Dios, todavía estamos tratando de hacer un trato con Él. ¿Cómo podría esta clase de “fe” lograr la aprobación de Dios?

Sólo entonces me di cuenta de que, al creer en Dios, debemos seguir el ejemplo de Abraham: honrar a Dios y tratar Sus palabras y todos Sus arreglos con un corazón puro, leal y obediente. Cuando sufrimos las pruebas de Dios, no debemos quejarnos de Él. Por el contrario, debemos ser una criatura de Dios y dar testimonio de Él. Sólo así podremos recibir la aprobación de Dios.

¡Gracias a la guía de Dios! A través de la lectura: “La obra de Dios, el carácter de Dios y Dios mismo II”, he tenido un poco de conocimiento de la autoridad y voluntad de Dios a partir de Su obra sobre Abraham. ¡Amén!

Unas citas bíblicas son tomadas de LA BIBLIA DE LAS AMERICAS® (LBLA) Copyright © 1986, 1995, 1997 por The Lockman Foundation usado con permiso. www.LBLA.com.


Fuente: Iglesia de Dios Todopoderoso

La cruel tortura fortaleció mi fe en Dios

 Por Zhao Rui, China

En la primavera de 2009, el Partido Comunista de China llevó a cabo una campaña de arrestos a gran escala dirigida a los miembros de la Iglesia de Dios Todopoderoso. Líderes de iglesias de todo el país fueron arrestados y encarcelados uno tras otro. Alrededor de las nueve de la noche del 4 de abril, una hermana con la que estaba colaborando en el desempeño de nuestras tareas y yo acabábamos de salir de la casa de la hermana Wang y caminábamos en dirección a la carretera cuando tres hombres vestidos de civil saltaron de repente desde detrás de nosotros y nos arrastraron de los brazos con fuerza, mientras gritaban: “¡Vamos! ¡Os venís con nosotros!”. Antes de que nos diera tiempo a reaccionar, nos metieron en la parte trasera de un sedán negro que estaba estacionado a un lado de la carretera. Fue como cuando en las películas los gánsteres vienen y secuestran a alguien en plena luz del día, salvo que ahora nos estaba sucediendo en la vida real, y era absolutamente aterrador. Me sentía completamente abrumada y lo único que podía hacer era clamar en silencio a Dios una y otra vez: “¡Dios mío! ¡Sálvame! Oh, Dios, por favor, sálvame…”. Antes de que recuperara la compostura, el sedán entró en el patio de la Oficina Municipal de Seguridad Pública. Fue entonces cuando me di cuenta de que habíamos caído en manos de la policía. Poco después, trajeron también a la hermana Wang. Nos llevaron a las tres a una oficina en el segundo piso y una agente, sin la más mínima explicación, nos quitó los bolsos y nos colocó de pie delante de la pared. Luego nos obligó a desnudarnos para registrarnos. Confiscaron por la fuerza algunos materiales de nuestra obra en la iglesia, recibos del dinero de la iglesia que guardábamos, nuestros teléfonos móviles, más de 5.000 yuanes en efectivo, una tarjeta bancaria y un reloj, además de otras pertenencias personales que llevábamos encima y en nuestros bolsos. Mientras sucedía todo esto, siete u ocho policías varones entraban y salían de la habitación y dos de los agentes que nos estaban vigilando incluso se echaron a reír y me señalaron: “Esta es un pez gordo de la iglesia, parece que hoy hemos atrapado a una importante”. Poco después, cuatro policías vestidos de civil me esposaron, me taparon los ojos con un gorro y me llevaron a una sucursal de la Oficina de Seguridad Pública en las afueras de la ciudad.

Cuando entré en la sala de interrogatorios y vi esa ventana alta con rejas de hierro y aquella horrible y fría silla de hierro, me vinieron a la mente las horripilantes historias de los hermanos y hermanas que habían sido torturados en el pasado. Al pensar en la tortura desconocida a la que los malvados agentes de policía me someterían a continuación, me asusté mucho y me empezaron a temblar involuntariamente las manos. En aquella situación desesperada, pensé en las palabras de Dios: “Todavía llevas miedo en tu corazón. ¿No está entonces tu corazón todavía lleno de las ideas de Satanás?”. “¿Qué es un vencedor? Los buenos soldados de Cristo deben ser valientes y depender de Mí para ser espiritualmente fuertes; deben pelear para volverse guerreros y combatir hasta la muerte a Satanás” (‘Capítulo 12’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). El esclarecimiento de las palabras de Dios calmó poco a poco el pánico en mi corazón y me permitió darme cuenta de que mi miedo tenía su origen en Satanás. Pensé para mis adentros: “Satanás quiere torturar mi carne para que capitule ante su tiranía. No puedo caer en su confabulación. En todo momento, Dios siempre será mi respaldo incondicional y mi apoyo eterno. Esta es una batalla espiritual y es imperativo que me mantenga firme en el testimonio de Dios. Debo estar de Su lado y no puedo rendirme a Satanás”. Al darme cuenta de esto, le oré en silencio a Dios: “¡Oh, Dios Todopoderoso! Se debe a Tus buenas intenciones que haya caído hoy en manos de estos malvados policías. Sin embargo, mi estatura es demasiado pequeña y siento pánico y miedo. ¡Ruego que me des fe y valor para que pueda liberarme de las restricciones de la influencia de Satanás, no someterme a ella y mantener un firme testimonio de Ti!”. Tras terminar de orar, mi corazón se llenó de valor y ya no tenía tanto miedo de aquellos policías de aspecto malvado.

Justo entonces, dos agentes me arrojaron a la silla de hierro y me inmovilizaron manos y pies. Uno de ellos, un bruto alto y corpulento, señaló unas palabras en la pared que decían “Cumplimiento civilizado de la ley” y luego dio un golpe en la mesa y gritó: “¿Sabes dónde estás? ¡La Oficina de Seguridad Pública es la rama del gobierno chino que se especializa en la violencia! ¡Si no confiesas, te daremos tu merecido! ¡Habla! ¿Cómo te llamas? ¿Qué edad tienes? ¿De dónde eres? ¿Qué puesto ocupas en la iglesia?”. Al ver su comportamiento me llené de rabia. Pensé: “Siempre dicen ser la ‘policía del pueblo’ y que su objetivo es ‘acabar de raíz con los malvados y permitir que los que respetan la ley vivan en paz’, pero en realidad no son más que un puñado de matones, bandidos y sicarios de los bajos fondos. ¡Son demonios que atacan a la justicia y castigan a ciudadanos buenos y honrados! Estos policías hacen la vista gorda a los que infringen la ley y cometen delitos, permitiéndoles vivir por encima de la ley. Sin embargo, a pesar de que lo único que hacemos es creer en Dios, leer Su palabra y caminar por la senda correcta de la vida, nos hemos convertido en el blanco principal de la violencia de este grupo de salvajes. No cabe duda de que el gobierno del PCCh es perverso y opuesto a la justicia”. Aunque odiaba a aquellos policías malvados con todo mi corazón, sabía que mi estatura era demasiado pequeña y que sería incapaz de soportar su cruel tortura, así que clamé a Dios una y otra vez para rogarle que me diera fuerzas. Justo en ese momento, Sus palabras me esclarecieron: “La fe es como un puente de un solo tronco: aquellos que se aferran miserablemente a la vida tendrán dificultades para cruzarlo, pero aquellos que están dispuestos a sacrificarse pueden pasar con paso seguro y sin preocupación” (‘Capítulo 6’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). El consuelo y el aliento de las palabras de Dios me ayudaron a mantenerme firme, y pensé: “Ahora debería estar dispuesta a arriesgarlo todo: si llegado el peor de los casos, he de morir, que así sea. Si esta banda de demonios cree que va a saber por mí del dinero de la iglesia, de la obra o de nuestros líderes, ¡que se les quite esa idea de la cabeza!”. Después, no importó cuánto me interrogaran o que trataran de extorsionarme, no dije ni una palabra.

Al ver que me negaba a hablar, los demás agentes se enfurecieron y, después de golpear la mesa, se abalanzaron contra mí, le dieron una patada a la silla de hierro en la que estaba sentada y me sacudieron la cabeza mientras gritaban: “¡Dinos lo que sabes! No te pienses que no sabemos nada. Si no, ¿cómo crees que fuimos capaces de capturaros a las tres con tanta facilidad?”. El agente de policía alto rugió: “¡No pruebes mi paciencia! Si no te hacemos sufrir un poco, pensarás que son solo amenazas vacías. ¡Levántate!”. En cuanto dijo aquello, me arrastró desde la silla hasta debajo de una ventana muy alta en la pared, que tenía una reja de hierro. Me colocaron unas esposas con púas en las muñecas y me engancharon un extremo a las manos y el otro a la reja de hierro, de modo que quedé colgada de la ventana y solo podía tocar el suelo con la punta de los pies. Uno de ellos encendió el aire acondicionado para bajar la temperatura de la habitación y luego me dio un despiadado golpe en la cabeza con un libro enrollado. Cuando vio que aún permanecía en silencio, en un ataque de rabia, gritó: “¿Vas a hablar o no? ¡Si no hablas, te daremos un poco de ‘columpio’!”. Dicho esto, usó un largo cinturón de embalaje de tipo militar para atarme las piernas y luego fijarlas a la silla de hierro. Entonces tiraron de la silla para apartarla de la pared, de modo que quedé suspendida en el aire. A medida que mi cuerpo avanzaba, las esposas se deslizaban hacia la base de mis muñecas y las púas de dentro se me clavaban en el dorso de las manos. El dolor era insoportable, pero me mordí el labio para no gritar porque no quería que esos policías malvados se rieran a costa mía. Uno de ellos dijo con una siniestra sonrisa: “¡Parece que no te duele! Deja que te lo suba un poco”. Dicho esto, levantó la pierna y me pisó fuerte las pantorrillas y luego me balanceó el cuerpo de un lado a otro. Aquello provocó que las esposas se me apretaran cada vez más fuerte contra las muñecas y el dorso de las manos. El dolor fue ya tan grande que no pude evitar gritar, lo que les provocó un ataque de risa. Solo entonces paró de columpiarme las piernas y me dejó suspendida en el aire. Pasados unos veinte minutos, de repente pateó la silla de nuevo hacia mí provocando un horrible chirrido, y solté un grito mientras mi cuerpo volvía a la misma posición de antes, colgando de la pared y con solo las puntas de los pies tocando el suelo. Simultáneamente, las esposas se deslizaron de nuevo sobre mis muñecas. Al aflojarse de repente la tensión de las esposas, me sobrevino un dolor punzante causado por la sangre que volvía a circular rápidamente desde mis manos al resto del brazo. Se rieron con crueldad al notar mi sufrimiento y luego procedieron a interrogarme: “¿Cuánta gente hay en tu iglesia? ¿Dónde guardan el dinero?”. Dio igual lo que me preguntaran, me negué a hablar hasta que se enfadaron tanto que empezaron a soltar blasfemias: “¡Maldita sea! ¡Eres un hueso duro de roer! ¡Veremos cuánto tiempo aguantas!”. Entonces, volvieron a apartar la silla de la pared para dejarme de nuevo suspendida en el aire. Esta vez las esposas me presionaron con fuerza las heridas ya abiertas en el dorso de las manos, y estas enseguida se me hincharon de sangre tanto que parecían a punto de explotar. El dolor era aún más intenso que la primera vez. Los agentes pintaron vívidos retratos de sus “gloriosas hazañas del pasado” torturando y castigando a los prisioneros. Esto continuó durante quince minutos hasta que al fin volvieron a patear la silla contra la pared y retomé mi posición anterior, colgada directamente de la ventana con solo las puntas de los pies tocando el suelo. Durante ese tiempo, un dolor desgarrador se apoderó de mí una vez más. En aquel momento, un agente bajito y regordete entró y preguntó: “¿Ha hablado ya?”. Los dos agentes respondieron: “¡Es una auténtica Liu Hulan!”. El policía gordo y malvado se acercó y me dio una bofetada fuerte en la cara, diciendo con maldad: “¡Veamos lo dura que eres! Déjame aflojarte las manos”. Me miré la mano izquierda y noté que estaba muy hinchada y había adquirido un color negro púrpura. En ese momento, el policía me agarró los dedos de esa mano y comenzó a sacudirlos de un lado a otro, a frotarlos y pellizcarlos hasta que el entumecimiento volvió a dar paso al dolor. Luego reajustó las esposas para que estuvieran lo más apretadas posible y les hizo señas a esos dos agentes para que me levantaran de nuevo. Una vez más, me suspendieron en el aire y me dejaron en esa posición durante veinte minutos antes de bajarme. Continuaron subiéndome y volviéndome a bajar una y otra vez, torturándome hasta el punto en que anhelaba morir para escapar del dolor. Cada vez que las esposas se deslizaban arriba y abajo era más dolorosa que la anterior. Al final, las púas de las esposas se me clavaron profundamente en las muñecas y me quebraron la piel del dorso de las manos, que sangraban en abundancia. Se me había cortado por completo la circulación en las manos y las tenía hinchadas como globos. La cabeza me palpitaba a causa de la falta de oxígeno y tenía la sensación de que estaba a punto de reventar. Pensaba que iba a morir, no me cabía duda.

Justo cuando creía que ya no podía más, un pasaje de las palabras de Dios me vino a la mente: “En el camino hacia Jerusalén, Jesús estaba sufriendo, como si le estuvieran retorciendo un cuchillo en el corazón, pero no tenía la más mínima intención de volverse atrás en Su palabra; siempre había una poderosa fuerza que lo empujaba hacia adelante hacia el lugar de Su crucifixión” (‘Cómo servir en armonía con la voluntad de Dios’ en “La Palabra manifestada en carne”). Las palabras de Dios me otorgaron una repentina oleada de fuerza y pensé en cómo había sufrido el Señor Jesús en la cruz. Los soldados romanos lo azotaron, ridiculizaron y humillaron, lo golpearon de manera sangrienta y, no obstante, le hicieron cargar esa pesada cruz, la misma a la que finalmente lo clavaron vivo, hasta que derramó hasta la última gota de sangre de Su cuerpo. ¡Qué tortura tan cruel! ¡Qué sufrimiento inimaginable! Sin embargo, el Señor Jesús lo soportó todo en silencio. Aunque el dolor sin duda fue inmenso, indescriptible, el Señor Jesús se puso voluntariamente en manos de Satanás para la redención de toda la humanidad. Pensé para mí: “Hoy, Dios se ha encarnado por segunda vez y ha venido al país ateo de China. Aquí, Él se ha encontrado con amenazas mucho más peligrosas que las que enfrentó en la Era de la Gracia. Desde que Dios Todopoderoso apareció y comenzó a realizar Su obra, el gobierno del PCCh ha utilizado todos los medios posibles para calumniar, blasfemar, perseguir frenéticamente y capturar a Cristo, esperando en vano derrumbar la obra de Dios. El sufrimiento por el que Dios ha pasado en Sus dos encarnaciones va más allá de lo que cualquiera podría imaginar, y mucho menos soportar. Dado que Él ha soportado tanto sufrimiento por nosotros, debo tener más conciencia; debo satisfacer a Dios y darle consuelo, aunque eso signifique mi muerte”. En ese momento, las aflicciones de todos los santos y profetas a lo largo de los siglos pasaron por mi mente: Daniel en el foso del león, Pedro colgado boca abajo en la cruz, Santiago decapitado… Sin una sola excepción, todos estos santos y profetas dieron testimonio rotundo de Dios al borde de la muerte, y me di cuenta de que debía tratar de emular su fe, devoción y sumisión a Dios. Así, en silencio le oré: “¡Dios mío! Tú eres inocente del pecado, pero te crucificaron para nuestra salvación. Luego te encarnaste en China para realizar Tu obra, arriesgando Tu vida. Tu amor es tan grande que nunca podría retribuírtelo. Para mí es el mayor honor sufrir hoy junto a Ti y estoy dispuesta a mantener un firme testimonio para consolar Tu corazón. Incluso si Satanás me quita la vida, nunca pronunciaré una sola palabra de queja”. Al enfocar mi mente en el amor de Dios, el dolor de mi cuerpo parecía disminuir significativamente. La segunda mitad de esa noche, los malvados policías continuaron torturándome por turnos. Tardaron hasta las nueve de la mañana siguiente en desatarme las piernas y dejarme colgada de la ventana. Tenía los dos brazos completamente entumecidos y carentes de sensación y todo mi cuerpo estaba hinchado. Para entonces, habían llevado a la hermana con la que había estado cumpliendo con mi deber a la sala de interrogatorios de al lado. De repente, ocho o nueve agentes aparecieron en mi sala y un policía bajito y corpulento entró enrabietado y preguntó a los policías malvados que se estaban ocupando de mí: “¿Ha hablado ya?”. “Aún no”, respondieron. En cuanto oyó esa respuesta, se me acercó, me golpeó dos veces en la cara y me gritó iracundo: “¡Sigues sin cooperar! Sabemos cómo te llamas y que eres una líder importante en la iglesia. ¡No tengas la ingenuidad de pensar que no sabemos nada! ¿Dónde pusiste el dinero?”. Al ver que permanecía en silencio, me amenazó diciendo: “Si no confiesas, será aún peor para ti cuando lo averigüemos. Teniendo en cuenta tu posición dentro de la iglesia, te sentenciarán a veinte años de prisión”. Más tarde, me robaron la tarjeta bancaria y me pidieron el nombre y el número de pin. Pensé para mí: “Que lo vean todo, a quién le importa. Mi familia no pasaba mucho dinero a esa cuenta de todos modos. Tal vez si lo ven, no me sigan molestando con los fondos de la iglesia”. Decidido esto, les dije mi nombre y el número de pin.

Más adelante, pedí ir al baño y fue entonces cuando al fin me bajaron de allí. Llegado ese momento había perdido completamente el control de mis piernas, así que me llevaron al baño e hicieron guardia fuera. Sin embargo, carecía de toda sensación en las manos, a las que no llegaban las órdenes de mi cerebro, así que me quedé allí apoyada contra la pared, completamente incapaz de desabrocharme los pantalones. Como llevaba tanto tiempo sin salir, uno de los policías abrió de una patada la puerta y me gritó con una sonrisa lasciva: “¿Todavía no has terminado?”. Al notar que no podía mover las manos, se acercó a mí, me desabrochó los pantalones y me los volvió a abrochar cuando terminé. Un grupo de agentes varones se había reunido en la puerta del baño para hacer todo tipo de comentarios sarcásticos y humillarme con su sucio lenguaje. La injusticia de que estos matones y demonios humillaran a una joven inocente de veintitantos años como yo me abrumó de repente y me eché a llorar. También se me pasó por la cabeza que, si de verdad tenía las manos paralizadas y no iba a poder ocuparme de mí misma en el futuro, estaría mejor muerta. Si en aquel momento hubiera sido capaz de caminar bien, habría saltado del edificio para acabar allí mismo con todo. Cuando más débil me sentía, me vino a la mente un himno de la iglesia, “Deseo ver el día en que Dios gane la gloria”, que dice: “Ofreceré mi amor y lealtad a Dios y cumpliré con mi misión para glorificarlo. Estoy decidido a mantenerme firme en mi testimonio de Dios y a no rendirme jamás a Satanás. ¡Oh! Tal vez me parta la cabeza y corra la sangre, pero el pueblo de Dios no puede perder el temple. La exhortación de Dios descansa en el corazón y yo decido humillar al diablo, Satanás. Dios predestina el dolor y las penalidades. Le seré fiel y obediente hasta la muerte. Dios nunca volverá a derramar una lágrima ni a preocuparse por mi culpa” (“Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). Una vez más, el esclarecimiento y la iluminación de Dios me infundió fe y se fortaleció mi espíritu. Pensé: “No puedo dejarme engañar por los trucos de Satanás y no debería acabar con mi vida por algo así. Me humillan y se burlan de mí para que haga algo que pueda herir y traicionar a Dios. Si muero, estaría cayendo en su plan conspiratorio. No puedo permitir que la confabulación de Satanás tenga éxito. Aunque me haya quedado lisiada, mientras quede aliento dentro de mí debo seguir viviendo para dar testimonio de Dios”.

Cuando volví a la sala de interrogatorios, caí desmayada al suelo a causa del agotamiento. Los policías me rodearon y me gritaron, ordenándome que me levantara. El agente bajito y gordo que me había golpeado en la cara se me acercó, me dio una patada violenta y me acusó de estar fingiendo. En ese momento, mi cuerpo empezó a temblar, me faltó el aire y comencé a hiperventilar. Mi pierna izquierda y el lado izquierdo de mi pecho se convulsionaban y se contraían entre sí. El cuerpo entero se me quedó frío y rígido, y por mucho que dos agentes tiraban de mí y lo intentaban, no podían enderezarme. En mi mente, sabía que Dios estaba usando este dolor y aflicción para proporcionarme una salida, de lo contrario habrían continuado torturándome cruelmente. Solo después de ver el estado precario en el que me encontraba, los malvados agentes dejaron de golpearme. Luego me fijaron a la silla y se fueron a la sala adyacente a torturar a mi hermana de la iglesia, dejando a dos agentes atrás para que me vigilaran. Al escuchar los gritos espeluznantes de mi hermana, deseaba con todo mi ser cargar contra esos demonios y luchar hasta la muerte, pero tal como estaban las cosas, desplomada en la silla y totalmente exhausta, lo único que podía hacer era orar a Dios, rogarle que le concediera fuerza a mi hermana y la protegiera para poder mantenerse firme en su testimonio. Al mismo tiempo, maldije con rencor a aquel malvado y perverso partido que había hundido a su pueblo en las profundidades del sufrimiento y le pedí a Dios que castigara a estas bestias con apariencia humana. Más tarde, al verme allí derrumbada, en apariencia a punto de expirar, y sin querer lidiar con una moribunda durante su guardia, acabaron enviándome al hospital. Una vez allí, de nuevo las piernas y el pecho comenzaron a convulsionar y a contraerse entre sí e hicieron falta varias personas para colocar mi cuerpo en una posición más recta. Tenía las manos hinchadas como globos y cubiertas de sangre coagulada. Mis manos estaban dilatadas a causa del pus y no pudieron ponerme una vía porque en cuanto insertaban la aguja, la sangre salía de la vena, perfundía el tejido circundante y sangraba desde el punto de inyección. Cuando el médico se dio cuenta de lo que estaba pasando, dijo: “¡Tenemos que quitarle las esposas!”. Le recomendó también a la policía que me enviaran al hospital municipal para que me hicieran más pruebas, porque le preocupaba que tuviera un problema cardíaco. Aquellos policías malvados no querían hacer nada para ayudarme, pero después de eso ya no me volvieron a esposar. Al día siguiente, el agente que me interrogaba escribió una declaración verbal llena de blasfemias y calumnias contra Dios y me exigió que la firmara. Cuando me negué a firmar la declaración, se exasperó, me agarró la mano y me obligó a poner mi huella dactilar en ella.

Al atardecer del 9 de abril, el director de la división y otros dos policías varones me condujeron al centro de detención. Cuando el médico de allí vio que tenía todo el cuerpo hinchado, no podía caminar, no sentía los brazos y parecía estar al borde de la muerte, se negaron a ingresarme, temiendo que muriera. Después, el director de la división negoció con el gobernador del centro de detención durante casi una hora y le prometió que, si algo me sucedía, el centro no sería considerado responsable. Solo entonces accedió finalmente el gobernador a ponerme bajo custodia.

Más de diez días después, trasfirieron a una docena de policías malvados desde otras comisarías y los estacionaron temporalmente en el centro de detención para interrogarme por turnos, día y noche. Existen límites en cuanto al tiempo que un preso puede ser interrogado, pero la policía consideraba que era un caso grave e importante, de naturaleza muy seria, así que no me dejaron en paz. Como tenían miedo de que si me interrogaban durante demasiado tiempo, dado mi frágil estado, pudiera tener algún tipo de emergencia médica, concluían su interrogatorio alrededor de la una de la madrugada, me enviaban de vuelta a mi celda de la cárcel y me convocaban a la mañana siguiente al amanecer. Me interrogaron durante dieciocho horas al día, tres días seguidos. Sin embargo, todo eso dio igual, no dije ni una palabra. Cuando vieron que las tácticas violentas no funcionaban, cambiaron a otras más afables. Comenzaron a mostrar preocupación por mis lesiones y me compraban medicamentos y aplicaban ungüentos en las heridas. Ante esta repentina muestra de “bondad”, bajé la guardia, pensando: “Si les digo algo intrascendente sobre la iglesia, seguramente no pase nada…” Al instante, las palabras de Dios aparecieron en mi mente: “No actuéis de modo imprudente, sino acercaos más a Mí cuando las cosas os sobrevengan; sed más cuidadosos y cautos en todos los aspectos para evitar ofender Mi castigo y caer en las conspiraciones astutas de Satanás” (‘Capítulo 95’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). De repente me di cuenta de que había caído en el astuto complot de Satanás. ¿Acaso no eran estas las mismas personas que me habían estado torturando días atrás? Podían cambiar su comportamiento, pero su naturaleza malvada era inalterable: si has sido un demonio, siempre lo serás. Las palabras de Dios me despertaron al hecho de que solo eran lobos con piel de cordero, y que siempre albergaban intenciones ocultas. En el futuro, por mucho que me tentaran o interrogaran, no diría ni una palabra más. Poco después, Dios me reveló sus verdaderas intenciones; un agente al que llamaban capitán Wu me interrogó ferozmente: “¿Eres una líder de la iglesia y no sabes dónde está el dinero? ¡Si no nos lo dices, tenemos formas de averiguarlo!”. Un viejo y demacrado policía irrumpió en un torrente de insultos y gritó: “¡Maldita sea, te damos la mano y coges el brazo! Si no hablas, te sacaremos de aquí y te colgaremos de nuevo. ¡Veremos entonces si quieres seguir siendo una Liu Hulan y ocultarnos información! ¡Tengo muchas maneras de ocuparme de ti!”. Cuanto más me hablaba de esa manera, más decidida estaba yo a guardar silencio. Finalmente acabó exasperado, se acercó y, al tiempo que me daba un empujón, me dijo: “¡Con este tipo de comportamiento, veinte años sería una sentencia leve!”. Dicho esto, salió furioso de la habitación, frustrado. Después, vino a interrogarme un agente del Departamento Provincial de Seguridad Pública, a cargo de asuntos de seguridad nacional. Hizo muchas afirmaciones atacando y oponiéndose a Dios y alardeando sin parar de lo experimentado y entendido que era, algo que provocó los elogios de los otros agentes. Ante su engreída y autocomplaciente fealdad, tras escuchar todas sus mentiras para pervertir la verdad y crear rumores y sus falsas acusaciones, sentí odio y repugnancia por aquel agente. Ni siquiera soportaba mirarlo, así que fijé la vista en la pared frente a mí y refuté cada uno de sus argumentos en mi cabeza. Su discurso duró toda la mañana y cuando al fin terminó, me preguntó qué pensaba. Perdida la paciencia, dije: “No tengo educación, así que no tengo ni idea de lo que ha estado diciendo”. Enfurecido, les dijo a los otros interrogadores: “No tiene remedio. Creo que ya ha sido beata, ¡está acabada!”. Tras decir eso se escabulló desanimado.

Cuando la malvada policía me arrastró a mi celda en el centro de detención y vi en ella a la hermana Wang, mi corazón se llenó de calidez al ver a aquel ser querido. Supe que se debía a la orquestación y el arreglo de Dios, que Su amor estaba cuidando de mí, y supe que Dios había hecho esto porque en ese momento yo estaba prácticamente lisiada; tenía los brazos y las manos muy hinchados y dilatados con pus; había perdido la sensación en los dedos, que estaban gruesos como salchichas y duros al tacto; apenas podía mover las piernas y todo mi cuerpo estaba débil y destrozado por el dolor. Durante ese tiempo, mi hermana me cuidaba todos los días: me cepillaba los dientes, me lavaba la cara, me bañaba, me peinaba y me daba de comer… Un mes después, liberaron a mi hermana y a mí me informaron que había sido formalmente arrestada. Tras la liberación de mi hermana, al pensar que seguía siendo incapaz de cuidar de mí misma y sin tener idea de cuánto tiempo más estaría encerrada, me sentí increíblemente desamparada y desolada. No pude evitar clamar a Dios: “Oh, Dios, me siento como una inválida, ¿cómo voy a seguir así? Te ruego que protejas mi corazón para que pueda superar esta situación”. Justo cuando estaba a punto de perder la cabeza y me sentía totalmente perdida, pensé en las palabras de Dios: “¿Habéis acaso considerado que, un día, vuestro Dios os pondrá en un lugar muy poco familiar? ¿Podéis imaginar lo que será de vosotros cuando, un día, os lo arrebate todo? ¿Tendríais entonces la misma energía que ahora? ¿Reaparecería vuestra fe?” (‘Debéis entender la obra, ¡no sigáis confundidos!’ en “La Palabra manifestada en carne”). Las palabras de Dios eran como un faro resplandeciente que iluminaba mi corazón y me permitía entender Su voluntad. Pensé para mí: “El entorno al que me enfrento ahora es el que menos conozco. Dios quiere que experimente Su obra en este tipo de situación para perfeccionar mi fe. Aunque mi hermana me haya dejado, ¡sin duda Dios no lo ha hecho! Si recuerdo la senda que he recorrido, ¡Él me ha guiado a cada paso! Si confío en Dios, no hay dificultad que no pueda ser superada”. Vi que me faltaba fe, por lo que, le oré así: “Querido Dios, estoy dispuesta a ponerme enteramente en Tus manos y someterme a Tus orquestaciones. No importa a qué situaciones me enfrente en el futuro, me someteré a Ti y no me quejaré”. Después de concluir mi oración, sentí una sensación de serenidad y calma. La tarde del día siguiente, el agente del correccional trajo a una nueva reclusa. Cuando se dio cuenta de mi situación, empezó a cuidarme sin que yo se lo pidiera. En esto, vi lo maravilloso y fiel que es Dios; Él no me había abandonado, todas las cosas en el cielo y en la tierra están en manos de Dios, incluidos los pensamientos del hombre. Si no hubiera sido por las orquestaciones y arreglos de Dios, ¿por qué esta mujer que no conocía de nada era tan amable conmigo? Después de eso, presencié incluso más del amor de Dios. Cuando aquella mujer fue liberada del centro de detención, Dios inspiró a una mujer tras otra, mujeres que no conocía de nada, a ir pasándose el relevo de mi cuidado las unas a las otras. Algunas reclusas incluso transfirieron dinero a mi cuenta tras ser liberadas. Durante este tiempo, aunque mi cuerpo sufrió un poco, pude experimentar de primera mano la sinceridad del amor de Dios por el hombre. No importa en qué tipo de situación se encuentre el hombre, Dios nunca lo abandona, sino que le sirve de ayuda constante. Mientras el hombre no pierda la fe en Dios, sin duda podrá ser testigo de Sus actos.

Pasé detenida un año y tres meses y luego fui acusada por el gobierno del PCCh de “obrar a través de una organización xie jiao para obstruir la aplicación de la ley” y condenada a tres años y seis meses de prisión. Tras mi sentencia, fui trasladada a la prisión provincial de mujeres para cumplir mi condena. En la cárcel éramos sometidas a un trato aún más inhumano. Nos veíamos obligadas a realizar trabajo manual todos los días y la carga diaria que nos exigían superaba con creces la que cualquiera podía completar razonablemente. Si no podíamos terminar nuestro trabajo, éramos sometidas a castigos corporales. Prácticamente todo el dinero ganado a través de nuestro trabajo iba a parar a los bolsillos de los guardias de la cárcel. Solo nos daban unos pocos yuanes al mes como supuesto subsidio de manutención. La explicación oficial que daba la prisión era que estaban reeducando a los reclusos a través del trabajo, pero en realidad éramos sus máquinas de hacer dinero, sus sirvientes no remunerados. En apariencia, las normas de la prisión para reducir las penas de los reclusos parecían muy humanas: al cumplir ciertas condiciones, los reclusos podían tener derecho a una reducción adecuada de la pena. Pero la verdad es que era solo una fachada para guardar las apariencias. En realidad, lo que llamaban sistema humanitario no era más que palabras vacías sobre el papel. Las órdenes emitidas personalmente por los guardias eran las únicas leyes reales. La prisión controlaba estrictamente la reducción anual de la pena para garantizar una capacidad “de mano de obra” suficiente y que los ingresos de los guardias penitenciarios no disminuyeran. La “reducción de pena” era una técnica empleada por la prisión para aumentar la productividad laboral. De los varios centenares de reclusos de la prisión, solo unos diez conseguían la “reducción de pena” y, por tanto, la gente se dejaba el alma trabajando y conspiraban los unos contra otros para conseguirla. Sin embargo, la mayoría de los reclusos que terminaban recibiendo la reducción de la pena eran los que tenían conexiones con la policía y ni siquiera realizaban trabajo manual. Los reclusos no tenían más remedio que guardarse el resentimiento para sí. Algunos se suicidaron a modo de protesta, pero después de esos sucesos, la prisión inventaba historias al azar para apaciguar a las familias de las víctimas, con lo que sus muertes fueron en vano. En la cárcel, los guardias nunca nos trataban como a seres humanos; si queríamos hablar con ellos, teníamos que ponernos en cuclillas y mirar hacia arriba y, si algo no era de su agrado, nos regañaban e insultaban con obscenidades. Cuando los tres años y medio de mi condena llegaron a su fin y regresé a casa, mi familia no pudo disimular la angustia que sintió al verme como un esqueleto humano, tan frágil y agotada que les resultaba irreconocible; se derramaron muchas lágrimas. Sin embargo, nuestros corazones estaban llenos de gratitud por Dios. Le agradecimos que siguiera viva y por haberme protegido para salir de ese infierno en la tierra sana y salva.

Al regresar a casa me enteré de que, mientras estaba detenida, la malvada policía había venido dos veces a saquearla y registrarla arbitrariamente. Mis padres, que creen en Dios, habían abandonado nuestra casa y se pasaron casi dos años huyendo para evitar ser capturados por el gobierno. Cuando al fin regresaron, las malas hierbas del patio eran tan altas como la propia casa, parte del techo se había derrumbado y todo el lugar estaba hecho un desastre. La policía también había recorrido nuestro pueblo difundiendo mentiras sobre nosotros; contaban que yo había estafado a alguien una cantidad que rondaba el millón de yuanes o incluso más y que mis padres habían estafado a otra persona varios cientos de miles de yuanes para enviar a mi hermano pequeño a la universidad. Aquellos demonios eran una banda de mentirosos profesionales titulados, ¡los mejores en ese juego! De hecho, como mis padres habían huido de casa, mi hermano pequeño tuvo que usar el dinero de la beca y los préstamos para pagar su matrícula y terminar la universidad. Es más, cuando se fue de casa para trabajar, primero tuvo que ahorrar poco a poco para los gastos del viaje, vendiendo las cosechas de grano que nuestra familia cultivaba y recogiendo bayas de espino para venderlas. Sin embargo, esos demonios actuaron de manera desmedida, incriminando a mi familia con falsedades, rumores que siguen circulando el día de hoy. Incluso ahora, sigo siendo despreciada en mi pueblo debido a mi reputación como delincuente política, convicta y estafadora. Odio profundamente al PCCh; ¡es una banda de demonios!

Al recordar los años que pasé siguiendo a Dios, solo había aceptado Sus palabras que exponen la naturaleza demoníaca y la esencia del gobierno del PCCh a nivel teórico, pero nunca las había entendido de verdad. Como desde muy joven me inculcaron los principios de la educación patriótica, que me condicionaron y engañaron sistemáticamente para que pensara de cierta manera, creí incluso que las palabras de Dios eran una exageración, pero no me atreví a abandonar la idolatría de nuestro país, pensando que el Partido Comunista siempre tenía razón, que el ejército protegía a nuestra patria, que la policía castigaba y erradicaba los elementos malignos de la sociedad y salvaguardaba los intereses del público. Solo a través de la experiencia de la persecución a manos de aquellos demonios llegué a ver la verdadera cara del gobierno del PCCh; es sumamente engañoso e hipócrita y ha embaucado al pueblo de China y al mundo entero con sus mentiras durante años. Afirma repetidamente que defiende la libertad de creencia y los derechos legales democráticos, pero en realidad persigue a conciencia las creencias religiosas. Con lo único que cumple es con su propia tiranía, control forzado y despotismo. Aunque mi carne había resultado malherida en el curso de la cruel persecución del PCCh, y estuve dolorida y débil, las palabras de Dios constantemente me esclarecieron y me concedieron fe y fuerza, de modo que pude ver claramente las argucias de Satanás y mantenerme firme en el testimonio de Dios. Al mismo tiempo, experimenté un profundo sentido del amor y la bondad de Dios y mi fe de seguir a Dios se fortaleció. Tal como dice la palabra de Dios Todopoderoso: “Ahora es el momento: el hombre lleva mucho tiempo reuniendo todas sus fuerzas; ha dedicado todos sus esfuerzos y ha pagado todo precio por esto, para arrancarle la cara odiosa a este demonio y permitir a las personas, que han sido cegadas y han soportado todo tipo de sufrimiento y dificultad, que se levanten de su dolor y le vuelvan la espalda a este viejo diablo maligno” (‘La obra y la entrada (8)’ en “La Palabra manifestada en carne”). Ahora he regresado a la iglesia y cumplo con el deber de difundir el evangelio. ¡Doy gracias a Dios!

Recomendación: Cómo tener fe en Dios

Fuente: Iglesia de Dios Todopoderoso

La cruel tortura fortaleció mi fe en Dios

 Por Zhao Rui, China

En la primavera de 2009, el Partido Comunista de China llevó a cabo una campaña de arrestos a gran escala dirigida a los miembros de la Iglesia de Dios Todopoderoso. Líderes de iglesias de todo el país fueron arrestados y encarcelados uno tras otro. Alrededor de las nueve de la noche del 4 de abril, una hermana con la que estaba colaborando en el desempeño de nuestras tareas y yo acabábamos de salir de la casa de la hermana Wang y caminábamos en dirección a la carretera cuando tres hombres vestidos de civil saltaron de repente desde detrás de nosotros y nos arrastraron de los brazos con fuerza, mientras gritaban: “¡Vamos! ¡Os venís con nosotros!”. Antes de que nos diera tiempo a reaccionar, nos metieron en la parte trasera de un sedán negro que estaba estacionado a un lado de la carretera. Fue como cuando en las películas los gánsteres vienen y secuestran a alguien en plena luz del día, salvo que ahora nos estaba sucediendo en la vida real, y era absolutamente aterrador. Me sentía completamente abrumada y lo único que podía hacer era clamar en silencio a Dios una y otra vez: “¡Dios mío! ¡Sálvame! Oh, Dios, por favor, sálvame…”. Antes de que recuperara la compostura, el sedán entró en el patio de la Oficina Municipal de Seguridad Pública. Fue entonces cuando me di cuenta de que habíamos caído en manos de la policía. Poco después, trajeron también a la hermana Wang. Nos llevaron a las tres a una oficina en el segundo piso y una agente, sin la más mínima explicación, nos quitó los bolsos y nos colocó de pie delante de la pared. Luego nos obligó a desnudarnos para registrarnos. Confiscaron por la fuerza algunos materiales de nuestra obra en la iglesia, recibos del dinero de la iglesia que guardábamos, nuestros teléfonos móviles, más de 5.000 yuanes en efectivo, una tarjeta bancaria y un reloj, además de otras pertenencias personales que llevábamos encima y en nuestros bolsos. Mientras sucedía todo esto, siete u ocho policías varones entraban y salían de la habitación y dos de los agentes que nos estaban vigilando incluso se echaron a reír y me señalaron: “Esta es un pez gordo de la iglesia, parece que hoy hemos atrapado a una importante”. Poco después, cuatro policías vestidos de civil me esposaron, me taparon los ojos con un gorro y me llevaron a una sucursal de la Oficina de Seguridad Pública en las afueras de la ciudad.

Cuando entré en la sala de interrogatorios y vi esa ventana alta con rejas de hierro y aquella horrible y fría silla de hierro, me vinieron a la mente las horripilantes historias de los hermanos y hermanas que habían sido torturados en el pasado. Al pensar en la tortura desconocida a la que los malvados agentes de policía me someterían a continuación, me asusté mucho y me empezaron a temblar involuntariamente las manos. En aquella situación desesperada, pensé en las palabras de Dios: “Todavía llevas miedo en tu corazón. ¿No está entonces tu corazón todavía lleno de las ideas de Satanás?”. “¿Qué es un vencedor? Los buenos soldados de Cristo deben ser valientes y depender de Mí para ser espiritualmente fuertes; deben pelear para volverse guerreros y combatir hasta la muerte a Satanás” (‘Capítulo 12’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). El esclarecimiento de las palabras de Dios calmó poco a poco el pánico en mi corazón y me permitió darme cuenta de que mi miedo tenía su origen en Satanás. Pensé para mis adentros: “Satanás quiere torturar mi carne para que capitule ante su tiranía. No puedo caer en su confabulación. En todo momento, Dios siempre será mi respaldo incondicional y mi apoyo eterno. Esta es una batalla espiritual y es imperativo que me mantenga firme en el testimonio de Dios. Debo estar de Su lado y no puedo rendirme a Satanás”. Al darme cuenta de esto, le oré en silencio a Dios: “¡Oh, Dios Todopoderoso! Se debe a Tus buenas intenciones que haya caído hoy en manos de estos malvados policías. Sin embargo, mi estatura es demasiado pequeña y siento pánico y miedo. ¡Ruego que me des fe y valor para que pueda liberarme de las restricciones de la influencia de Satanás, no someterme a ella y mantener un firme testimonio de Ti!”. Tras terminar de orar, mi corazón se llenó de valor y ya no tenía tanto miedo de aquellos policías de aspecto malvado.

Justo entonces, dos agentes me arrojaron a la silla de hierro y me inmovilizaron manos y pies. Uno de ellos, un bruto alto y corpulento, señaló unas palabras en la pared que decían “Cumplimiento civilizado de la ley” y luego dio un golpe en la mesa y gritó: “¿Sabes dónde estás? ¡La Oficina de Seguridad Pública es la rama del gobierno chino que se especializa en la violencia! ¡Si no confiesas, te daremos tu merecido! ¡Habla! ¿Cómo te llamas? ¿Qué edad tienes? ¿De dónde eres? ¿Qué puesto ocupas en la iglesia?”. Al ver su comportamiento me llené de rabia. Pensé: “Siempre dicen ser la ‘policía del pueblo’ y que su objetivo es ‘acabar de raíz con los malvados y permitir que los que respetan la ley vivan en paz’, pero en realidad no son más que un puñado de matones, bandidos y sicarios de los bajos fondos. ¡Son demonios que atacan a la justicia y castigan a ciudadanos buenos y honrados! Estos policías hacen la vista gorda a los que infringen la ley y cometen delitos, permitiéndoles vivir por encima de la ley. Sin embargo, a pesar de que lo único que hacemos es creer en Dios, leer Su palabra y caminar por la senda correcta de la vida, nos hemos convertido en el blanco principal de la violencia de este grupo de salvajes. No cabe duda de que el gobierno del PCCh es perverso y opuesto a la justicia”. Aunque odiaba a aquellos policías malvados con todo mi corazón, sabía que mi estatura era demasiado pequeña y que sería incapaz de soportar su cruel tortura, así que clamé a Dios una y otra vez para rogarle que me diera fuerzas. Justo en ese momento, Sus palabras me esclarecieron: “La fe es como un puente de un solo tronco: aquellos que se aferran miserablemente a la vida tendrán dificultades para cruzarlo, pero aquellos que están dispuestos a sacrificarse pueden pasar con paso seguro y sin preocupación” (‘Capítulo 6’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). El consuelo y el aliento de las palabras de Dios me ayudaron a mantenerme firme, y pensé: “Ahora debería estar dispuesta a arriesgarlo todo: si llegado el peor de los casos, he de morir, que así sea. Si esta banda de demonios cree que va a saber por mí del dinero de la iglesia, de la obra o de nuestros líderes, ¡que se les quite esa idea de la cabeza!”. Después, no importó cuánto me interrogaran o que trataran de extorsionarme, no dije ni una palabra.

Al ver que me negaba a hablar, los demás agentes se enfurecieron y, después de golpear la mesa, se abalanzaron contra mí, le dieron una patada a la silla de hierro en la que estaba sentada y me sacudieron la cabeza mientras gritaban: “¡Dinos lo que sabes! No te pienses que no sabemos nada. Si no, ¿cómo crees que fuimos capaces de capturaros a las tres con tanta facilidad?”. El agente de policía alto rugió: “¡No pruebes mi paciencia! Si no te hacemos sufrir un poco, pensarás que son solo amenazas vacías. ¡Levántate!”. En cuanto dijo aquello, me arrastró desde la silla hasta debajo de una ventana muy alta en la pared, que tenía una reja de hierro. Me colocaron unas esposas con púas en las muñecas y me engancharon un extremo a las manos y el otro a la reja de hierro, de modo que quedé colgada de la ventana y solo podía tocar el suelo con la punta de los pies. Uno de ellos encendió el aire acondicionado para bajar la temperatura de la habitación y luego me dio un despiadado golpe en la cabeza con un libro enrollado. Cuando vio que aún permanecía en silencio, en un ataque de rabia, gritó: “¿Vas a hablar o no? ¡Si no hablas, te daremos un poco de ‘columpio’!”. Dicho esto, usó un largo cinturón de embalaje de tipo militar para atarme las piernas y luego fijarlas a la silla de hierro. Entonces tiraron de la silla para apartarla de la pared, de modo que quedé suspendida en el aire. A medida que mi cuerpo avanzaba, las esposas se deslizaban hacia la base de mis muñecas y las púas de dentro se me clavaban en el dorso de las manos. El dolor era insoportable, pero me mordí el labio para no gritar porque no quería que esos policías malvados se rieran a costa mía. Uno de ellos dijo con una siniestra sonrisa: “¡Parece que no te duele! Deja que te lo suba un poco”. Dicho esto, levantó la pierna y me pisó fuerte las pantorrillas y luego me balanceó el cuerpo de un lado a otro. Aquello provocó que las esposas se me apretaran cada vez más fuerte contra las muñecas y el dorso de las manos. El dolor fue ya tan grande que no pude evitar gritar, lo que les provocó un ataque de risa. Solo entonces paró de columpiarme las piernas y me dejó suspendida en el aire. Pasados unos veinte minutos, de repente pateó la silla de nuevo hacia mí provocando un horrible chirrido, y solté un grito mientras mi cuerpo volvía a la misma posición de antes, colgando de la pared y con solo las puntas de los pies tocando el suelo. Simultáneamente, las esposas se deslizaron de nuevo sobre mis muñecas. Al aflojarse de repente la tensión de las esposas, me sobrevino un dolor punzante causado por la sangre que volvía a circular rápidamente desde mis manos al resto del brazo. Se rieron con crueldad al notar mi sufrimiento y luego procedieron a interrogarme: “¿Cuánta gente hay en tu iglesia? ¿Dónde guardan el dinero?”. Dio igual lo que me preguntaran, me negué a hablar hasta que se enfadaron tanto que empezaron a soltar blasfemias: “¡Maldita sea! ¡Eres un hueso duro de roer! ¡Veremos cuánto tiempo aguantas!”. Entonces, volvieron a apartar la silla de la pared para dejarme de nuevo suspendida en el aire. Esta vez las esposas me presionaron con fuerza las heridas ya abiertas en el dorso de las manos, y estas enseguida se me hincharon de sangre tanto que parecían a punto de explotar. El dolor era aún más intenso que la primera vez. Los agentes pintaron vívidos retratos de sus “gloriosas hazañas del pasado” torturando y castigando a los prisioneros. Esto continuó durante quince minutos hasta que al fin volvieron a patear la silla contra la pared y retomé mi posición anterior, colgada directamente de la ventana con solo las puntas de los pies tocando el suelo. Durante ese tiempo, un dolor desgarrador se apoderó de mí una vez más. En aquel momento, un agente bajito y regordete entró y preguntó: “¿Ha hablado ya?”. Los dos agentes respondieron: “¡Es una auténtica Liu Hulan!”. El policía gordo y malvado se acercó y me dio una bofetada fuerte en la cara, diciendo con maldad: “¡Veamos lo dura que eres! Déjame aflojarte las manos”. Me miré la mano izquierda y noté que estaba muy hinchada y había adquirido un color negro púrpura. En ese momento, el policía me agarró los dedos de esa mano y comenzó a sacudirlos de un lado a otro, a frotarlos y pellizcarlos hasta que el entumecimiento volvió a dar paso al dolor. Luego reajustó las esposas para que estuvieran lo más apretadas posible y les hizo señas a esos dos agentes para que me levantaran de nuevo. Una vez más, me suspendieron en el aire y me dejaron en esa posición durante veinte minutos antes de bajarme. Continuaron subiéndome y volviéndome a bajar una y otra vez, torturándome hasta el punto en que anhelaba morir para escapar del dolor. Cada vez que las esposas se deslizaban arriba y abajo era más dolorosa que la anterior. Al final, las púas de las esposas se me clavaron profundamente en las muñecas y me quebraron la piel del dorso de las manos, que sangraban en abundancia. Se me había cortado por completo la circulación en las manos y las tenía hinchadas como globos. La cabeza me palpitaba a causa de la falta de oxígeno y tenía la sensación de que estaba a punto de reventar. Pensaba que iba a morir, no me cabía duda.

Justo cuando creía que ya no podía más, un pasaje de las palabras de Dios me vino a la mente: “En el camino hacia Jerusalén, Jesús estaba sufriendo, como si le estuvieran retorciendo un cuchillo en el corazón, pero no tenía la más mínima intención de volverse atrás en Su palabra; siempre había una poderosa fuerza que lo empujaba hacia adelante hacia el lugar de Su crucifixión” (‘Cómo servir en armonía con la voluntad de Dios’ en “La Palabra manifestada en carne”). Las palabras de Dios me otorgaron una repentina oleada de fuerza y pensé en cómo había sufrido el Señor Jesús en la cruz. Los soldados romanos lo azotaron, ridiculizaron y humillaron, lo golpearon de manera sangrienta y, no obstante, le hicieron cargar esa pesada cruz, la misma a la que finalmente lo clavaron vivo, hasta que derramó hasta la última gota de sangre de Su cuerpo. ¡Qué tortura tan cruel! ¡Qué sufrimiento inimaginable! Sin embargo, el Señor Jesús lo soportó todo en silencio. Aunque el dolor sin duda fue inmenso, indescriptible, el Señor Jesús se puso voluntariamente en manos de Satanás para la redención de toda la humanidad. Pensé para mí: “Hoy, Dios se ha encarnado por segunda vez y ha venido al país ateo de China. Aquí, Él se ha encontrado con amenazas mucho más peligrosas que las que enfrentó en la Era de la Gracia. Desde que Dios Todopoderoso apareció y comenzó a realizar Su obra, el gobierno del PCCh ha utilizado todos los medios posibles para calumniar, blasfemar, perseguir frenéticamente y capturar a Cristo, esperando en vano derrumbar la obra de Dios. El sufrimiento por el que Dios ha pasado en Sus dos encarnaciones va más allá de lo que cualquiera podría imaginar, y mucho menos soportar. Dado que Él ha soportado tanto sufrimiento por nosotros, debo tener más conciencia; debo satisfacer a Dios y darle consuelo, aunque eso signifique mi muerte”. En ese momento, las aflicciones de todos los santos y profetas a lo largo de los siglos pasaron por mi mente: Daniel en el foso del león, Pedro colgado boca abajo en la cruz, Santiago decapitado… Sin una sola excepción, todos estos santos y profetas dieron testimonio rotundo de Dios al borde de la muerte, y me di cuenta de que debía tratar de emular su fe, devoción y sumisión a Dios. Así, en silencio le oré: “¡Dios mío! Tú eres inocente del pecado, pero te crucificaron para nuestra salvación. Luego te encarnaste en China para realizar Tu obra, arriesgando Tu vida. Tu amor es tan grande que nunca podría retribuírtelo. Para mí es el mayor honor sufrir hoy junto a Ti y estoy dispuesta a mantener un firme testimonio para consolar Tu corazón. Incluso si Satanás me quita la vida, nunca pronunciaré una sola palabra de queja”. Al enfocar mi mente en el amor de Dios, el dolor de mi cuerpo parecía disminuir significativamente. La segunda mitad de esa noche, los malvados policías continuaron torturándome por turnos. Tardaron hasta las nueve de la mañana siguiente en desatarme las piernas y dejarme colgada de la ventana. Tenía los dos brazos completamente entumecidos y carentes de sensación y todo mi cuerpo estaba hinchado. Para entonces, habían llevado a la hermana con la que había estado cumpliendo con mi deber a la sala de interrogatorios de al lado. De repente, ocho o nueve agentes aparecieron en mi sala y un policía bajito y corpulento entró enrabietado y preguntó a los policías malvados que se estaban ocupando de mí: “¿Ha hablado ya?”. “Aún no”, respondieron. En cuanto oyó esa respuesta, se me acercó, me golpeó dos veces en la cara y me gritó iracundo: “¡Sigues sin cooperar! Sabemos cómo te llamas y que eres una líder importante en la iglesia. ¡No tengas la ingenuidad de pensar que no sabemos nada! ¿Dónde pusiste el dinero?”. Al ver que permanecía en silencio, me amenazó diciendo: “Si no confiesas, será aún peor para ti cuando lo averigüemos. Teniendo en cuenta tu posición dentro de la iglesia, te sentenciarán a veinte años de prisión”. Más tarde, me robaron la tarjeta bancaria y me pidieron el nombre y el número de pin. Pensé para mí: “Que lo vean todo, a quién le importa. Mi familia no pasaba mucho dinero a esa cuenta de todos modos. Tal vez si lo ven, no me sigan molestando con los fondos de la iglesia”. Decidido esto, les dije mi nombre y el número de pin.

Más adelante, pedí ir al baño y fue entonces cuando al fin me bajaron de allí. Llegado ese momento había perdido completamente el control de mis piernas, así que me llevaron al baño e hicieron guardia fuera. Sin embargo, carecía de toda sensación en las manos, a las que no llegaban las órdenes de mi cerebro, así que me quedé allí apoyada contra la pared, completamente incapaz de desabrocharme los pantalones. Como llevaba tanto tiempo sin salir, uno de los policías abrió de una patada la puerta y me gritó con una sonrisa lasciva: “¿Todavía no has terminado?”. Al notar que no podía mover las manos, se acercó a mí, me desabrochó los pantalones y me los volvió a abrochar cuando terminé. Un grupo de agentes varones se había reunido en la puerta del baño para hacer todo tipo de comentarios sarcásticos y humillarme con su sucio lenguaje. La injusticia de que estos matones y demonios humillaran a una joven inocente de veintitantos años como yo me abrumó de repente y me eché a llorar. También se me pasó por la cabeza que, si de verdad tenía las manos paralizadas y no iba a poder ocuparme de mí misma en el futuro, estaría mejor muerta. Si en aquel momento hubiera sido capaz de caminar bien, habría saltado del edificio para acabar allí mismo con todo. Cuando más débil me sentía, me vino a la mente un himno de la iglesia, “Deseo ver el día en que Dios gane la gloria”, que dice: “Ofreceré mi amor y lealtad a Dios y cumpliré con mi misión para glorificarlo. Estoy decidido a mantenerme firme en mi testimonio de Dios y a no rendirme jamás a Satanás. ¡Oh! Tal vez me parta la cabeza y corra la sangre, pero el pueblo de Dios no puede perder el temple. La exhortación de Dios descansa en el corazón y yo decido humillar al diablo, Satanás. Dios predestina el dolor y las penalidades. Le seré fiel y obediente hasta la muerte. Dios nunca volverá a derramar una lágrima ni a preocuparse por mi culpa” (“Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). Una vez más, el esclarecimiento y la iluminación de Dios me infundió fe y se fortaleció mi espíritu. Pensé: “No puedo dejarme engañar por los trucos de Satanás y no debería acabar con mi vida por algo así. Me humillan y se burlan de mí para que haga algo que pueda herir y traicionar a Dios. Si muero, estaría cayendo en su plan conspiratorio. No puedo permitir que la confabulación de Satanás tenga éxito. Aunque me haya quedado lisiada, mientras quede aliento dentro de mí debo seguir viviendo para dar testimonio de Dios”.

Cuando volví a la sala de interrogatorios, caí desmayada al suelo a causa del agotamiento. Los policías me rodearon y me gritaron, ordenándome que me levantara. El agente bajito y gordo que me había golpeado en la cara se me acercó, me dio una patada violenta y me acusó de estar fingiendo. En ese momento, mi cuerpo empezó a temblar, me faltó el aire y comencé a hiperventilar. Mi pierna izquierda y el lado izquierdo de mi pecho se convulsionaban y se contraían entre sí. El cuerpo entero se me quedó frío y rígido, y por mucho que dos agentes tiraban de mí y lo intentaban, no podían enderezarme. En mi mente, sabía que Dios estaba usando este dolor y aflicción para proporcionarme una salida, de lo contrario habrían continuado torturándome cruelmente. Solo después de ver el estado precario en el que me encontraba, los malvados agentes dejaron de golpearme. Luego me fijaron a la silla y se fueron a la sala adyacente a torturar a mi hermana de la iglesia, dejando a dos agentes atrás para que me vigilaran. Al escuchar los gritos espeluznantes de mi hermana, deseaba con todo mi ser cargar contra esos demonios y luchar hasta la muerte, pero tal como estaban las cosas, desplomada en la silla y totalmente exhausta, lo único que podía hacer era orar a Dios, rogarle que le concediera fuerza a mi hermana y la protegiera para poder mantenerse firme en su testimonio. Al mismo tiempo, maldije con rencor a aquel malvado y perverso partido que había hundido a su pueblo en las profundidades del sufrimiento y le pedí a Dios que castigara a estas bestias con apariencia humana. Más tarde, al verme allí derrumbada, en apariencia a punto de expirar, y sin querer lidiar con una moribunda durante su guardia, acabaron enviándome al hospital. Una vez allí, de nuevo las piernas y el pecho comenzaron a convulsionar y a contraerse entre sí e hicieron falta varias personas para colocar mi cuerpo en una posición más recta. Tenía las manos hinchadas como globos y cubiertas de sangre coagulada. Mis manos estaban dilatadas a causa del pus y no pudieron ponerme una vía porque en cuanto insertaban la aguja, la sangre salía de la vena, perfundía el tejido circundante y sangraba desde el punto de inyección. Cuando el médico se dio cuenta de lo que estaba pasando, dijo: “¡Tenemos que quitarle las esposas!”. Le recomendó también a la policía que me enviaran al hospital municipal para que me hicieran más pruebas, porque le preocupaba que tuviera un problema cardíaco. Aquellos policías malvados no querían hacer nada para ayudarme, pero después de eso ya no me volvieron a esposar. Al día siguiente, el agente que me interrogaba escribió una declaración verbal llena de blasfemias y calumnias contra Dios y me exigió que la firmara. Cuando me negué a firmar la declaración, se exasperó, me agarró la mano y me obligó a poner mi huella dactilar en ella.

Al atardecer del 9 de abril, el director de la división y otros dos policías varones me condujeron al centro de detención. Cuando el médico de allí vio que tenía todo el cuerpo hinchado, no podía caminar, no sentía los brazos y parecía estar al borde de la muerte, se negaron a ingresarme, temiendo que muriera. Después, el director de la división negoció con el gobernador del centro de detención durante casi una hora y le prometió que, si algo me sucedía, el centro no sería considerado responsable. Solo entonces accedió finalmente el gobernador a ponerme bajo custodia.

Más de diez días después, trasfirieron a una docena de policías malvados desde otras comisarías y los estacionaron temporalmente en el centro de detención para interrogarme por turnos, día y noche. Existen límites en cuanto al tiempo que un preso puede ser interrogado, pero la policía consideraba que era un caso grave e importante, de naturaleza muy seria, así que no me dejaron en paz. Como tenían miedo de que si me interrogaban durante demasiado tiempo, dado mi frágil estado, pudiera tener algún tipo de emergencia médica, concluían su interrogatorio alrededor de la una de la madrugada, me enviaban de vuelta a mi celda de la cárcel y me convocaban a la mañana siguiente al amanecer. Me interrogaron durante dieciocho horas al día, tres días seguidos. Sin embargo, todo eso dio igual, no dije ni una palabra. Cuando vieron que las tácticas violentas no funcionaban, cambiaron a otras más afables. Comenzaron a mostrar preocupación por mis lesiones y me compraban medicamentos y aplicaban ungüentos en las heridas. Ante esta repentina muestra de “bondad”, bajé la guardia, pensando: “Si les digo algo intrascendente sobre la iglesia, seguramente no pase nada…” Al instante, las palabras de Dios aparecieron en mi mente: “No actuéis de modo imprudente, sino acercaos más a Mí cuando las cosas os sobrevengan; sed más cuidadosos y cautos en todos los aspectos para evitar ofender Mi castigo y caer en las conspiraciones astutas de Satanás” (‘Capítulo 95’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). De repente me di cuenta de que había caído en el astuto complot de Satanás. ¿Acaso no eran estas las mismas personas que me habían estado torturando días atrás? Podían cambiar su comportamiento, pero su naturaleza malvada era inalterable: si has sido un demonio, siempre lo serás. Las palabras de Dios me despertaron al hecho de que solo eran lobos con piel de cordero, y que siempre albergaban intenciones ocultas. En el futuro, por mucho que me tentaran o interrogaran, no diría ni una palabra más. Poco después, Dios me reveló sus verdaderas intenciones; un agente al que llamaban capitán Wu me interrogó ferozmente: “¿Eres una líder de la iglesia y no sabes dónde está el dinero? ¡Si no nos lo dices, tenemos formas de averiguarlo!”. Un viejo y demacrado policía irrumpió en un torrente de insultos y gritó: “¡Maldita sea, te damos la mano y coges el brazo! Si no hablas, te sacaremos de aquí y te colgaremos de nuevo. ¡Veremos entonces si quieres seguir siendo una Liu Hulan y ocultarnos información! ¡Tengo muchas maneras de ocuparme de ti!”. Cuanto más me hablaba de esa manera, más decidida estaba yo a guardar silencio. Finalmente acabó exasperado, se acercó y, al tiempo que me daba un empujón, me dijo: “¡Con este tipo de comportamiento, veinte años sería una sentencia leve!”. Dicho esto, salió furioso de la habitación, frustrado. Después, vino a interrogarme un agente del Departamento Provincial de Seguridad Pública, a cargo de asuntos de seguridad nacional. Hizo muchas afirmaciones atacando y oponiéndose a Dios y alardeando sin parar de lo experimentado y entendido que era, algo que provocó los elogios de los otros agentes. Ante su engreída y autocomplaciente fealdad, tras escuchar todas sus mentiras para pervertir la verdad y crear rumores y sus falsas acusaciones, sentí odio y repugnancia por aquel agente. Ni siquiera soportaba mirarlo, así que fijé la vista en la pared frente a mí y refuté cada uno de sus argumentos en mi cabeza. Su discurso duró toda la mañana y cuando al fin terminó, me preguntó qué pensaba. Perdida la paciencia, dije: “No tengo educación, así que no tengo ni idea de lo que ha estado diciendo”. Enfurecido, les dijo a los otros interrogadores: “No tiene remedio. Creo que ya ha sido beata, ¡está acabada!”. Tras decir eso se escabulló desanimado.

Cuando la malvada policía me arrastró a mi celda en el centro de detención y vi en ella a la hermana Wang, mi corazón se llenó de calidez al ver a aquel ser querido. Supe que se debía a la orquestación y el arreglo de Dios, que Su amor estaba cuidando de mí, y supe que Dios había hecho esto porque en ese momento yo estaba prácticamente lisiada; tenía los brazos y las manos muy hinchados y dilatados con pus; había perdido la sensación en los dedos, que estaban gruesos como salchichas y duros al tacto; apenas podía mover las piernas y todo mi cuerpo estaba débil y destrozado por el dolor. Durante ese tiempo, mi hermana me cuidaba todos los días: me cepillaba los dientes, me lavaba la cara, me bañaba, me peinaba y me daba de comer… Un mes después, liberaron a mi hermana y a mí me informaron que había sido formalmente arrestada. Tras la liberación de mi hermana, al pensar que seguía siendo incapaz de cuidar de mí misma y sin tener idea de cuánto tiempo más estaría encerrada, me sentí increíblemente desamparada y desolada. No pude evitar clamar a Dios: “Oh, Dios, me siento como una inválida, ¿cómo voy a seguir así? Te ruego que protejas mi corazón para que pueda superar esta situación”. Justo cuando estaba a punto de perder la cabeza y me sentía totalmente perdida, pensé en las palabras de Dios: “¿Habéis acaso considerado que, un día, vuestro Dios os pondrá en un lugar muy poco familiar? ¿Podéis imaginar lo que será de vosotros cuando, un día, os lo arrebate todo? ¿Tendríais entonces la misma energía que ahora? ¿Reaparecería vuestra fe?” (‘Debéis entender la obra, ¡no sigáis confundidos!’ en “La Palabra manifestada en carne”). Las palabras de Dios eran como un faro resplandeciente que iluminaba mi corazón y me permitía entender Su voluntad. Pensé para mí: “El entorno al que me enfrento ahora es el que menos conozco. Dios quiere que experimente Su obra en este tipo de situación para perfeccionar mi fe. Aunque mi hermana me haya dejado, ¡sin duda Dios no lo ha hecho! Si recuerdo la senda que he recorrido, ¡Él me ha guiado a cada paso! Si confío en Dios, no hay dificultad que no pueda ser superada”. Vi que me faltaba fe, por lo que, le oré así: “Querido Dios, estoy dispuesta a ponerme enteramente en Tus manos y someterme a Tus orquestaciones. No importa a qué situaciones me enfrente en el futuro, me someteré a Ti y no me quejaré”. Después de concluir mi oración, sentí una sensación de serenidad y calma. La tarde del día siguiente, el agente del correccional trajo a una nueva reclusa. Cuando se dio cuenta de mi situación, empezó a cuidarme sin que yo se lo pidiera. En esto, vi lo maravilloso y fiel que es Dios; Él no me había abandonado, todas las cosas en el cielo y en la tierra están en manos de Dios, incluidos los pensamientos del hombre. Si no hubiera sido por las orquestaciones y arreglos de Dios, ¿por qué esta mujer que no conocía de nada era tan amable conmigo? Después de eso, presencié incluso más del amor de Dios. Cuando aquella mujer fue liberada del centro de detención, Dios inspiró a una mujer tras otra, mujeres que no conocía de nada, a ir pasándose el relevo de mi cuidado las unas a las otras. Algunas reclusas incluso transfirieron dinero a mi cuenta tras ser liberadas. Durante este tiempo, aunque mi cuerpo sufrió un poco, pude experimentar de primera mano la sinceridad del amor de Dios por el hombre. No importa en qué tipo de situación se encuentre el hombre, Dios nunca lo abandona, sino que le sirve de ayuda constante. Mientras el hombre no pierda la fe en Dios, sin duda podrá ser testigo de Sus actos.

Pasé detenida un año y tres meses y luego fui acusada por el gobierno del PCCh de “obrar a través de una organización xie jiao para obstruir la aplicación de la ley” y condenada a tres años y seis meses de prisión. Tras mi sentencia, fui trasladada a la prisión provincial de mujeres para cumplir mi condena. En la cárcel éramos sometidas a un trato aún más inhumano. Nos veíamos obligadas a realizar trabajo manual todos los días y la carga diaria que nos exigían superaba con creces la que cualquiera podía completar razonablemente. Si no podíamos terminar nuestro trabajo, éramos sometidas a castigos corporales. Prácticamente todo el dinero ganado a través de nuestro trabajo iba a parar a los bolsillos de los guardias de la cárcel. Solo nos daban unos pocos yuanes al mes como supuesto subsidio de manutención. La explicación oficial que daba la prisión era que estaban reeducando a los reclusos a través del trabajo, pero en realidad éramos sus máquinas de hacer dinero, sus sirvientes no remunerados. En apariencia, las normas de la prisión para reducir las penas de los reclusos parecían muy humanas: al cumplir ciertas condiciones, los reclusos podían tener derecho a una reducción adecuada de la pena. Pero la verdad es que era solo una fachada para guardar las apariencias. En realidad, lo que llamaban sistema humanitario no era más que palabras vacías sobre el papel. Las órdenes emitidas personalmente por los guardias eran las únicas leyes reales. La prisión controlaba estrictamente la reducción anual de la pena para garantizar una capacidad “de mano de obra” suficiente y que los ingresos de los guardias penitenciarios no disminuyeran. La “reducción de pena” era una técnica empleada por la prisión para aumentar la productividad laboral. De los varios centenares de reclusos de la prisión, solo unos diez conseguían la “reducción de pena” y, por tanto, la gente se dejaba el alma trabajando y conspiraban los unos contra otros para conseguirla. Sin embargo, la mayoría de los reclusos que terminaban recibiendo la reducción de la pena eran los que tenían conexiones con la policía y ni siquiera realizaban trabajo manual. Los reclusos no tenían más remedio que guardarse el resentimiento para sí. Algunos se suicidaron a modo de protesta, pero después de esos sucesos, la prisión inventaba historias al azar para apaciguar a las familias de las víctimas, con lo que sus muertes fueron en vano. En la cárcel, los guardias nunca nos trataban como a seres humanos; si queríamos hablar con ellos, teníamos que ponernos en cuclillas y mirar hacia arriba y, si algo no era de su agrado, nos regañaban e insultaban con obscenidades. Cuando los tres años y medio de mi condena llegaron a su fin y regresé a casa, mi familia no pudo disimular la angustia que sintió al verme como un esqueleto humano, tan frágil y agotada que les resultaba irreconocible; se derramaron muchas lágrimas. Sin embargo, nuestros corazones estaban llenos de gratitud por Dios. Le agradecimos que siguiera viva y por haberme protegido para salir de ese infierno en la tierra sana y salva.

Al regresar a casa me enteré de que, mientras estaba detenida, la malvada policía había venido dos veces a saquearla y registrarla arbitrariamente. Mis padres, que creen en Dios, habían abandonado nuestra casa y se pasaron casi dos años huyendo para evitar ser capturados por el gobierno. Cuando al fin regresaron, las malas hierbas del patio eran tan altas como la propia casa, parte del techo se había derrumbado y todo el lugar estaba hecho un desastre. La policía también había recorrido nuestro pueblo difundiendo mentiras sobre nosotros; contaban que yo había estafado a alguien una cantidad que rondaba el millón de yuanes o incluso más y que mis padres habían estafado a otra persona varios cientos de miles de yuanes para enviar a mi hermano pequeño a la universidad. Aquellos demonios eran una banda de mentirosos profesionales titulados, ¡los mejores en ese juego! De hecho, como mis padres habían huido de casa, mi hermano pequeño tuvo que usar el dinero de la beca y los préstamos para pagar su matrícula y terminar la universidad. Es más, cuando se fue de casa para trabajar, primero tuvo que ahorrar poco a poco para los gastos del viaje, vendiendo las cosechas de grano que nuestra familia cultivaba y recogiendo bayas de espino para venderlas. Sin embargo, esos demonios actuaron de manera desmedida, incriminando a mi familia con falsedades, rumores que siguen circulando el día de hoy. Incluso ahora, sigo siendo despreciada en mi pueblo debido a mi reputación como delincuente política, convicta y estafadora. Odio profundamente al PCCh; ¡es una banda de demonios!

Al recordar los años que pasé siguiendo a Dios, solo había aceptado Sus palabras que exponen la naturaleza demoníaca y la esencia del gobierno del PCCh a nivel teórico, pero nunca las había entendido de verdad. Como desde muy joven me inculcaron los principios de la educación patriótica, que me condicionaron y engañaron sistemáticamente para que pensara de cierta manera, creí incluso que las palabras de Dios eran una exageración, pero no me atreví a abandonar la idolatría de nuestro país, pensando que el Partido Comunista siempre tenía razón, que el ejército protegía a nuestra patria, que la policía castigaba y erradicaba los elementos malignos de la sociedad y salvaguardaba los intereses del público. Solo a través de la experiencia de la persecución a manos de aquellos demonios llegué a ver la verdadera cara del gobierno del PCCh; es sumamente engañoso e hipócrita y ha embaucado al pueblo de China y al mundo entero con sus mentiras durante años. Afirma repetidamente que defiende la libertad de creencia y los derechos legales democráticos, pero en realidad persigue a conciencia las creencias religiosas. Con lo único que cumple es con su propia tiranía, control forzado y despotismo. Aunque mi carne había resultado malherida en el curso de la cruel persecución del PCCh, y estuve dolorida y débil, las palabras de Dios constantemente me esclarecieron y me concedieron fe y fuerza, de modo que pude ver claramente las argucias de Satanás y mantenerme firme en el testimonio de Dios. Al mismo tiempo, experimenté un profundo sentido del amor y la bondad de Dios y mi fe de seguir a Dios se fortaleció. Tal como dice la palabra de Dios Todopoderoso: “Ahora es el momento: el hombre lleva mucho tiempo reuniendo todas sus fuerzas; ha dedicado todos sus esfuerzos y ha pagado todo precio por esto, para arrancarle la cara odiosa a este demonio y permitir a las personas, que han sido cegadas y han soportado todo tipo de sufrimiento y dificultad, que se levanten de su dolor y le vuelvan la espalda a este viejo diablo maligno” (‘La obra y la entrada (8)’ en “La Palabra manifestada en carne”). Ahora he regresado a la iglesia y cumplo con el deber de difundir el evangelio. ¡Doy gracias a Dios!

Para conocer más: ¿Qué es la fe?

Fuente: Iglesia de Dios Todopoderoso